Ariel Moutsatsos escribe su experiencia personal y profesional –en primera persona– de la cobertura que realizó de la tragedia del 11 de septiembre de 2001 en la ciudad de Nueva York para la radio y la televisión mexicana. A continuación, la crónica de un periodista que ha informado en directo los ataques del 11-S, hace cinco años, el día que el terror entró por la ventana.
Ariel Moutsatsos es periodista mexicano de origen griego, egresado del Tecnológico de Monterrey. Tiene un Master en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense, y ha sido corresponsal internacional en Nueva York, Europa y Oriente Medio. Cubrió los atentados terroristas del 11-S y 11-M para la televisión y radio mexicana. Trabajó como editor de Internacionales del diario Reforma y ha impartido cátedra de Terrorismo Internacional y de Prensa Comparada. Vive en Madrid.
EL MARTES 11 DE SEPTIEMBRE DE 2001 A LAS 9 DE LA MAÑANA, una llamada telefónica me avisó de que las Torres Gemelas agonizaban por el impacto del terror que en forma de avión había entrado doce minutos antes por la ventana.
Mientras buscaba dar crédito a la noticia y terminaba de despertar, vino otro choque, en otra torre, era otro avión. Ya no podía ser un accidente, se trataba del ataque terrorista más atroz y despiadado contra objetivos civiles y el más impresionante desde Pearl Harbor.
LAS PRIMERAS IMÁGENES DE LA DESGRACIA
Muy nervioso obtuve los primeros detalles, hice las primeras tomas en video desde mi ventana, transmití el primer reporte al aire como corresponsal de la desgracia y salí. En la calle transitaban juntos el pánico y el desconcierto, los neoyorquinos huían de la tragedia hacia la incertidumbre.
Entonces vi cómo personas desesperadas se lanzaban desde los pisos superiores del World Trade Center, donde yo había estado 48 horas antes. Me pregunté qué estaría pasando allí arriba para que alguien tomara la decisión de tirarse al vacío. De pronto, las Torres Gemelas –ya heridas– se derrumbaban frente a mis ojos. Con la primera vino el sentimiento de incredulidad y con la segunda de orfandad. Mis palabras intentaban describir en vivo, para la radio y televisión de México lo que sentía, oía y veía.
¡QUÉ ESTÁS DICIENDO!
Los bomberos pasaban y con la impotencia como rostro daban cuenta de lo que apenas empezaba. En Nueva York la palabra desgracia ya no tenía letras sino números, 50 mil las personas que estaban dentro del Centro Mundial de Comercio en el momento en que comenzó la pesadilla de la ciudad que nunca duerme.
No voy a olvidar nunca la consternación que sentí al narrar en directo esos trágicos momentos ni tampoco las palabras del periodista Ricardo Rocha, mi jefe y presentador de informativos, quien afectado me dijo por el móvil: ¡Ariel, qué estás diciendo!.
Se sabía ya que el horror estaba también en el Pentágono, la sede de la respuesta militar que ese día llegó tarde, no funcionó; y en las cercanías de Pittsburg, donde no había nada y se estrelló todo.
DOLOR, FÉ Y ESPERANZA
En esos momentos las noticias fluían más rápido que la capacidad de transmitirlas y cambiaban antes que la posibilidad de confirmarlas. Regresé al hotel para recargar baterías, las mías y las de la cámara que necesitaba llevar conmigo. Comenzó entonces la labor de recopilación de testimonios. No había taxis así que caminé alrededor de treinta calles hacia el sur, buscando los testimonios de la gente y declaraciones a ciudadanos que ese día se volvieron testigos de lo que nadie nunca imaginó.
En el St. Vincent’s Hospital, escuché a los doctores narrar el dolor y a los sacerdotes dar testimonio de la fe y la esperanza, cuyo paradero se desconocía hasta ese momento. Regresé en la noche a mi hotel, otra vez a pie.
MIÉRCOLES 12: EL DÍA DESPUÉS
El día después fue crudo. La mañana del miércoles Nueva York seguía atendiendo heridos, velando muertos, buscando desaparecidos y contestando las llamadas de personas que desde la oscuridad de los escombros utilizaban sus móviles para decir que estaban vivas. Por las calles vacías no iban los niños a la escuela, ni los ejecutivos a su oficina, ambas estaban cerradas o ya no existían. La poca gente que transitaba guardaba duelo con su silencio.
Ese día, el diario New York Times describió con su ausencia la magnitud de la tragedia. Salí a buscar muy temprano el periódico más importante del mundo, pero no se distribuyó a tiempo en Manhattan porque la isla se encontraba prácticamente incomunicada, como si se hubiera encerrado en su habitación para llorar su desgracia y dar rienda suelta a la desesperación.
JUEVES 13: BÚSQUEDA DE RESPUESTAS
Para el jueves Nueva York y el país entero estaban en la búsqueda de respuestas. No sé sabía contra quién se iría, pero el Congreso se adelantaba y ya discutía la utilización de la fuerza.
Salí a caminar después de dar mis reportes para el noticiario matutino y vi en las calles, por primera vez, cómo la gente y los coches transitaban ya casi en completa normalidad. Eran semblantes de resignación pero no de olvido los que caminaban por Times Square, el sector turístico y de entretenimiento más importante de la ciudad. Las tiendas habían abierto y los móviles comenzaban a volverse –otra vez– parte inseparable de los oídos neoyorquinos.
En el sur era otra historia. Madres en búsqueda de hijos, hermanos tras la huella de su padre y las cadenas de televisión, permanente galería fotográfica de los desaparecidos. Los bomberos llevaban tres días removiendo los escombros de la desesperación y la gente conmovía al más ajeno, donaba sangre y daba comida al que se acercaba.
Pero algo –tal vez psicológico– le impedía a Nueva York volver a ser lo que era. Central Park, la Quinta Avenida, el Rockefeller Center, Park Avenue y el Empire State eran lugares que se veían igual pero no se sentían igual. Era como si a cada centímetro de la Gran Manzana le faltara un color, el tono acerado de las Torres Gemelas.
Ojos de tristeza, rostro conmovido y actitud de coraje y rabia era el retrato hablado del presidente de Estados Unidos. Mientras veía su conferencia de prensa por televisión, creí que iría a romper en llanto. Las fuerzas apenas le alcanzaban para declarar que esperaba el apoyo universal para las acciones que iría a tomar.
Imaginé entonces que vendría la guerra. Los aviones de la fuerza aérea sobrevolaban las principales ciudades del país y hacían suponer que estaban ya preparados para la eventualidad de otro ataque.
El viernes, día nacional de reflexión y oración, Nueva York y el país entero se pusieron de rodillas. Cristianos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas, hindúes; todos juntos, en la Catedral de San Pedro y Pablo, la Catedral Nacional de Washington, que se convirtió en un lugar común de fe y esperanza, de reflexión y recuerdo donde elevaron sus plegarias y entonaron himnos para liberar sus almas del dolor. Los estadounidenses no habían podido cada uno con la pena y se unían para cargarla juntos.
Eran los otros rostros de la tragedia, los que no estaban bajo los escombros, los que habían sobrevivido para sufrir a aquellos que murieron. A mediodía, después de ver la ceremonia religiosa, reporté la llegada del presidente George W. Bush a Nueva York desde los límites de la zona acordonada; más tardé logré entrar y me permitieron pasar con la acreditación de prensa mexicana, y pude caminar casi entre los escombros: estaba rodeado de concreto, metal y restos que alguna vez tuvieron vida, todos ellos calcinados. El olor era tan intolerable como indescriptible y la mascarilla que me habían dado en la Cruz Roja detenía el polvo pero no el hedor. El presidente Bush había recorrido minutos antes la zona. Cuando salía lo vi pasar rápidamente en una camioneta negra saludando. En la tarde, circuló por las calles frente a miles de neoyorquinos que levantaban las manos en señal de saludo pero también de vida.
FIN DE SEMANA DE VELAS Y PANCARTAS
El sábado por la mañana, después de mi reporte, me dirigí con cámara y grabadora hasta el primer cordón policial con la idea de volver a entrar para hacer tomas de la zona y realizar entrevistas, pero me impidieron el paso. Los vuelos se habían reanudado y los primeros reporteros internacionales ya estaban llegando, así que las medidas de seguridad se hicieron más estrictas y había que acreditarse ante el departamento de Policía, a donde llegué alrededor del mediodía. La fila era tan grande que quienes estaban adelante llevaban 12 horas allí, y decidí que era mejor regresar por la noche. Así lo hice y alrededor de las 23.30 horas volví dispuesto a obtener mi acreditación. Ocho horas después, a las 7.30 del domingo, salí con la credencial en la mano y la gripe y el cansancio en el cuerpo.
Para el mediodía, George W. Bush pidió a los estadounidenses que regresaran el lunes a trabajar. La herida que había estado abierta por seis días comenzaba a cicatrizar. Pero nada sería igual.
La noche del domingo fui a Union Square y pude atestiguar una de las congregaciones que desde el miércoles, cientos de neoyorquinos realizaban con velas y pancartas para recordar a las víctimas de los ataques terroristas.
ENTREVISTAS DEL HORROR
Al día siguiente, lunes, fui otra vez a la zona acordonada y pude entrar ya con la acreditación correspondiente. Cuando estaba a punto de pasar el último cordón antes del lugar donde se encontraban los escombros, vi al Alcalde de la Ciudad, regresando a sus oficinas por primera vez desde el martes. Mientras hacía algunas tomas sentí en el cuello un brazo que de forma brusca me jaló, era un policía militar (Trooper) que me dijo que no podía estar ahí, a pesar de que me identifiqué, alegó que no contaba con una acreditación especial y sin escuchar razones decidió que me iba a sacar él mismo. Caminamos unas calles siempre con su mano sobre mi cuello y amenazando varias veces con arrestarme, finalmente me entregó a un oficial de Policía que con actitud diferente me indicó hasta dónde podía trabajar y hasta donde no. Entrevisté entonces a voluntarias y a testigos del horror. Por la tarde di mi reporte y me preparé para el regreso al día siguiente.
MARTES: REGRESO A MÉXICO
En el aeropuerto John F. Kennedy era preso de sentimientos encontrados y mucho nerviosismo. Estaba contento por regresar a mi país, pero a la vez asustado por subirme a un avión que, por mi paranoia, suponía que podía ser secuestrado.
No quería dejar la ciudad. Por la posibilidad de que Estados Unidos entrara en guerra me daban ganas de marcharme, pero también de quedarme.
Envíe mi último reporte desde Nueva York y emprendí el regreso a México D.F.
Este es el relato de una cobertura que empezó hace cinco años, el 11 de septiembre de 2001, el día que el terror entró por la ventana. Un intento de describir lo indescriptible.
Publicado por:
ana
fecha: 20 | 07 | 2007
hora: 1:04 am
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Si el mundo moderno fuese autènticamente civilizado ya hubieran inventado algùn aparto que permitiera a la gente de los pisos superiores al incendio poder escapar a tiempo.
Mientras tanto lo único que han hecho es edificar torres más altas.