¿Crisis ética de la clase dirigente en Bogotá?

Por Luis Fernando García Núñez (para Safe Democracy)

Luis Fernando García Núñez reflexiona sobre la crisis ética y moral que vive la clase dirigente en Colombia, tras habérsele descubierto nexos con grupos paramilitares. Se trata –para el autor– de un país sin oportunidades reales, sin acceso a la educación, a la seguridad colectiva, con violaciones a los derechos humanos y a las libertades individuales, que debe hacer un examen de conciencia franco, desarmado y coherente, en el que se involucre a la sociedad civil y se busque la liberación pacífica de los secuestrados. Sólo así, asegura García Núñez, se fortalecerá no sólo a Colombia, sino a la región.

Luis Fernando García Núñez es periodista y profesor de la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia, en Bogotá.

LO QUE ESTÁ SUCEDIENDO EN COLOMBIA es simplemente increíble. Y no quiere decir que no suceda en otras partes del mundo, pero vamos a reflexionar sobre la crisis ética y moral que vive la clase dirigente de este país, la misma que desde hace algo más de cuatro décadas gobierna y decide qué hacer y qué camino tomar.

Infortunadamente es la misma del Frente Nacional –con unas pocas excepciones–, la que decidió en forma equivocada cómo enfrentar un fenómeno hoy casi exclusivo del mundo confrontado: la guerrilla. La misma que ha conciliado con un sector tan cuestionado en el mundo civilizado como es el narcotráfico, la que en los foros internacionales –con un cinismo que asombra– se presenta como víctima de un conflicto que ella propició desde el momento en que se opuso, por ejemplo, a esa necesaria, pero siempre olvidada, reforma agraria.

Es la misma dirigencia propietaria de los grandes medios de comunicación, la dueña de bancos e industrias, la que en estos días crece y está feliz porque hay más ganancias, a pesar del desempleo, de la inseguridad, de la pobreza casi infinita que padecen miles y miles de personas y que pasó de agache cuando se redactó la Constitución de 1991.

PARAPOLÍTICA COLOMBIANA
Es Colombia quien sufre, a veces inexplicablemente, el dolor de una violencia que no deja de agobiarla. Es una Colombia sin oportunidades reales, sin acceso a la educación y a una verdadera protección social, a una seguridad colectiva que no tenga como corolario el drama diario de la violación de los derechos humanos, de las libertades individuales, de la dinámica esencial de la expresión hablada y escrita que se espera todos entiendan como las razones fundamentales del ser ciudadano, no importa en que órbita del mundo se esté. Y menos, claro está, si es en este Occidente humanista, con ínfulas de civilizado, de democrático.

No se sabe si todos puedan entender, aquí en Colombia, que el ser humano –no importa ni raza, ni credo político o religioso, ni condición sexual– necesita de unas mínimas condiciones para vivir humanamente como viven tantos seres en este planeta a punto de desaparecer.

Es la vergüenza que persigue a esta nación. Vive un momento infame y nadie sabe cómo va a salir de él. Y seguro necesita de todos. Necesita revisar su pasado reciente y analizar esa desmesura que hace pensar que la gobernabilidad depende de las encuestas, del síndrome de lo mejor, a pesar de comprobar hasta la saciedad que eso no es cierto. Este escándalo bochornoso de la parapolítica es de tal dimensión que si los colombianos no toman el camino correcto ahora, en poco tiempo serán una especie de parias mirados con un cierto rencor por todos los demás, víctimas de la doble moral que persigue a este mundo, que considera que en Occidente está la cultura más avanzada y digna de que se pueda hablar.

EXAMEN DE CONCIENCIA
Esa es la desmesura que permite convivir y hasta aplaudir a personajes tan singulares como George W. Bush o Tony Blair, por una parte, o a Putin y Gadhafi, por otra. Es la misma óptica que en Colombia ha permitido que una buena parte de la sociedad considere héroes a los señores de la guerra, por el único hecho de que han permitido y ayudado a que se enriquezcan algunos sectores de la población. Véanlo en este paradigmático drama que acaba de enfrentar a una familia tradicional de provincia, llena de títulos y de amigos poderosos: los Araújo.

Que todos confronten, como un ejercicio histórico indispensable, los nombres de quienes han ocupado en los últimos cincuenta años una buena suma de escaños en el Congreso y han tenido el título de presidentes, ministros, gobernadores. Y hagan, entonces, una reflexión sensata que permita una respuesta a estas preguntas ¿por qué siempre los mismos?, ¿qué razones hay para que se haya excluido –cuando no asesinado– a tanta figura promisoria?

Es una mirada hacia el pasado no para hacerle un juicio al Estado, sino a esa clase dirigente que hoy, entre indignada y asombrada, se muestra perseguida porque se descubren sus nexos con grupos ilegales que han sido, de alguna manera, financiados por ellos mismos, en forma directa o indirecta. No es un problema de individuos, pero sí lo es de una dirigencia que excluye, que se fortalece de mil formas, entre ellas unas muy aproximadas a la delincuencia, a la corrupción, esa enfermedad dramática que vive esta nación.

LIBERACIÓN INDIVIDUAL Y COLECTIVA
El mundo civilizado, sólo exige que por fin se haga un examen de conciencia nítido, franco, desarmado, valeroso, coherente. Que se extirpen esos fantasmas que persiguen y seguirán persiguiendo si no hay capacidad de exorcizar tanta canallada, tanta injusticia. Esto costará mucho, pero bastante menos si se deja avanzar el cáncer que afecta a los colombianos y que muchos de ellos quieren negar. Hoy no se pueden considerar las encuestas como un síntoma de gobernabilidad, si no hay legitimidad, y ésta se adquiere cuando se está dispuesto a confesar, a desdoblarse, con independencia y criterio, con seriedad y disposición. Entonces, todos los procesos de paz que se realicen tendrán el éxito esperado.

Este último punto se alcanza si hay un real convencimiento de acudir a una especie de catarsis que permita una liberación definitiva de la angustia que acompaña a unos y otros. Es un problema de inteligencia, de capacidad política para ocupar el puesto que corresponde en las próximas páginas de la Historia. Es un acto de liberación individual y colectiva, que permitirá refundar –tan de moda este término-el país. Es necesaria la ayuda internacional, pues esos alientos deben dar la fuerza que ahora se requiere con urgencia.

UN DESTAPE OPORTUNO
No tiene ninguna presentación ante el mundo este maridaje fatal entre políticos y grupos alzados en armas, ni el escándalo que se ha desatado, y eso deben pensarlo los altos funcionarios del gobierno y los congresistas, y los alcaldes y todos, para no tratar de explicar lo inexplicable, para no pronunciarse antes que la misma justicia lo haga. Aquí debe parar esa monstruosa conducta que ha caracterizado los más y los menos sonados procesos colombianos que desde hace tantos años confunden al mundo: aniquilar testigos, amenazar jueces, reprimir manifestaciones, acusar para engañar.

Frente a este oportuno destape –a pesar de muchos funcionarios–, es precisa la vigilancia internacional, el pronunciamiento del mundo y la renuncia a esas aspiraciones codiciosas de dirigentes nacionales y locales. Es el momento de abrir los caminos a otras personas con otra visión del mundo, con otro perfil, con otra forma de hacer política. Que la sociedad civil global intervenga, que busque la liberación pacífica de los secuestrados, que intente profundizar en el tema de la verdad absoluta y que ayude a la reparación, es un imperativo que no sólo fortalece a Colombia, sino a unos vecinos que deben recuperar su sentido de las buenas relaciones internacionales. Sólo entonces le darán un golpe fuerte a los narcotraficantes y a los enemigos de la verdadera seguridad mundial.

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