El Papa vuelve a poner el debate sobre la mesa

Por Javier del Rey Morató (para Safe Democracy)

Siete argumentos para demostrar por qué los antiabortistas ignoran la realidad, la legislación que penaliza al aborto es clasista, y no existe en la Iglesia católica unanimidad sobre este polémico asunto.

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Javier del Rey Morató es profesor de Comunicación Política y Teoría General de la Información en la Universidad Complutense de Madrid. Es Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra y Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha dictado cursos y seminarios en América Latina y es autor de numerosos artículos científicos y libros sobre comunicación y política.

HACIA EL AÑO 1273, TOMÁS DE AQUINO describió un mundo que estaba ordenado en un orden ascendente y descendente, según su grado de perfección (Dios, ángeles, seres humanos, animales, plantas), en el que lo divino y lo humano (el cielo, la tierra, lo social y lo político, el arriba y el abajo, los señores y los siervos), constituían una unidad armónica, que reflejaba la voluntad del Creador.

Dios crea el mundo pero no lo gobierna (al menos no directamente), limitándose a ser su fundamento (la causa primera), y actuando a través de las causas segundas. Los teóricos suelen destacar este aspecto, que habría dado hasta cierto punto autonomía al ámbito de la política, de la filosofía y de las ciencias, aunque lo cierto es que, en la práctica, la política quedó sometida a la teoría tomista del origen divino del poder.

En la doctrina tomista, el derecho divino es fuente del derecho natural, y el derecho natural es fuente del derecho positivo, esto es, de las leyes que el hombre aprueba para reglar la convivencia, relación que podemos representar así:

LEY ETERNALEY NATURALLEY POSITIVA

Pero, cuando Santo Tomás dice que la ley humana no puede prohibir todo lo que la ley natural prohíbe, establece una distancia entre ambas, y una autonomía de la ley que libremente aprueban los hombres. Santo Tomás entendía que no todo lo que es inmoral debe ser ilegal, de modo que la ley positiva no coincidirá con la ley eterna ni con la ley natural. El teólogo —en cuya vasta Summa Theologica culminó el arte de inflar la revelación con razón, como dice el antropólogo Joseph Campbell (1904-1987)– fue más generoso que los actuales integristas de la Iglesia.

EL PENSAMIENTO DE LA IGLESIA SOBRE EL ABORTO ES PLURAL
La Iglesia dice que siempre defendió la vida desde la concepción. Eso no es verdad. Fue en 1869 cuando el Papa Pío IX decidió que un aborto es siempre un homicidio, idea que se incorporó en 1917 al Código de Derecho Canónico.

San Agustín consideraba que el aborto del feto no formado no era homicidio. Y algunos teólogos entendían que el aborto no es homicidio al comienzo del embarazo: pensaban que el feto se convierte en ser humano en un momento ulterior a la concepción.

Parece ser que los textos sobre el aborto en la iglesia de los primeros siglos sólo lo condenaban cuando se ejecutaba sobre un feto formado plenamente. Ni el feto temprano tiene la categoría de persona, ni el aborto entraría en la categoría de asesinato. Esta idea de la entrada tardía del alma perduró a lo largo de la tradición. Santo Tomás de Aquino opinaba lo mismo.

EL ABORTO SIGUE UNA DE LAS TRADICIONES DE LA TEOLOGÍA CATÓLICA
El padre Joseph Donceel dice que el embrión no es una persona en las primeras etapas del embarazo, y no es inmoral interrumpir el embarazo. Karl Rahner se pronunció a favor de la teoría de una hominización tardía: escribió que no es contrario a la fe afirmar que la evolución hacia persona es gradual, y ocurre durante el desarrollo del embrión, un aspecto en el que el teólogo Bernard Haring coincide con él.

A la teoría de la hominización inmediata, la teología le opone la hominización gradual, en la línea de Santo Tomás: un embrión (o un feto inmaturo), no es todavía un ser humano. La animación del feto se produce cuarenta días después de la concepción, y en el feto femenino, de ochenta días, decía Santo Tomás, que hoy seguramente anularía esa diferencia entre el varón y la hembra.

Y la sociedad que admite la despenalización del aborto en algunos supuestos, no hace sino acogerse a una de las tradiciones católicas sobre el aborto.

A MODO DE CONCLUSIONES
1) Los antiabortistas ignoran la realidad. Como escribe Mario Vargas Llosa, la falacia mayor de los argumentos antiabortistas, es que se esgrimen como si el aborto no existiera y sólo fuera a existir a partir del momento en que la ley lo apruebe. Confunden despenalización con incitación o promoción del aborto y, por eso, lucen esa excelente buena conciencia de defensores del derecho a la vida.

2) La legislación que penaliza al aborto es una institución clasista. Penalizar la práctica abortista no es terminar con el aborto, sino consagrarlo como una institución clasista: las mujeres que pueden pagarlo abortan en lujosas clínicas privadas; las que no, en condiciones higiénicas de alto riesgo. Y aunque esté penalizado, el aborto seguirá existiendo.

3) Es cierto que hay que intentar evitar el aborto. Para eso está la educación sexual, y los recursos que evitan la concepción, sea el preservativo, la píldora o alguna otra tecnología. Lo que no es serio es estar contra el aborto, y también contra estos artilugios, y predicar la abstención y la castidad.

4) En la Iglesia no hay unanimidad sobre el aborto. Y miente quien afirma lo contrario. Esa falta de unanimidad se da entre los creyentes –las que abortan son, muchas veces, mujeres católicas–, entre los sacerdotes, y entre los teólogos, que mantienen distintas posturas ante la práctica del aborto.

5) Los enunciados de la Iglesia afectan sólo a los creyentes. El Estado moderno no legisla para católicos, sino para ciudadanos, que luego son católicos, luteranos, anglicanos, judíos, agnósticos, budistas o ateos, no siendo asunto del Estado las creencias de cada uno.

6) Los católicos aceptan la despenalización del aborto. José Maria Aznar, católico, tuvo mayoría absoluta, y pudo derogar la ley del aborto. No lo hizo. Y en su gobierno había ministros del Opus Dei, y (creo) algún Legionario de Cristo.

7) Las Iglesias no tienen el monopolio de la moral. En sociedades laicas, secularizadas, pluralistas, las Iglesias han dejado de tener el monopolio de la narrativa sobre lo que es o no es el hombre, y sobre lo que debe o no debe hacer. Hoy su discurso sólo vale para los creyentes, y son precisamente los creyentes los que lo cuestionan: ellos tampoco aceptan la moral de una época pre-científica, pregonada por una institución que, desde la Ilustración, ha dejado de tener un control omnímodo sobre las conciencias.

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