Casarin Barroso Silva pregunta si Brasil ha cerrado realmente las cuentas de su doloroso pasado, después de 21 años de autoritarismo, desde el golpe militar de 1964 –con líderes populares asesinados, censura, persecuciones, torturas sistemáticas y clandestinas; exilios forzados y desapariciones y con el récord mundial de concentración de la renta– y afirma que ha habido esfuerzos en este sentido, pero que son insuficientes. Casarin Barroso Silva cree que sigue imperando en el Brasil democrático de hoy la falta de justicia, pese a los avances de la Ley de Amnistía Política (de 1979) o los logros producidos en la gestión de Henrique Cardoso; los represores de la época militar se pasean impunemente por las calles, muchas de las cuales llevan sus nombres, lo mismo que plazas y paseos, en un país que no ha abierto aún gran parte de sus archivos de la dictadura y que se resiste a volver sobre la memoria.
Julio César Casarin Barroso Silva es analista político, y escribe regularmente sobre temas brasileños y latinoamericanos. Está realizando un doctorando en la Universidad de San Pablo y tiene un Master en Ciencias Políticas por la misma universidad.
EN EL INICIO DE LOS SESENTAS, LA SOCIEDAD BRASILERA demostraba su deseo de superar la herencia esclavista dejada por la gestación colonial. Trabajadores y estudiantes desplegaban sus banderas con una consigna: Reformas de base, o cambios estructurales capaces de alterar la estructura injusta de la sociedad. El presidente João Goulart se mostraba titubeante pero sensible a tales reclamos.
El 1 de abril del 1964, vino el golpe. Apoyados por Estados Unidos y por parte de la clase media urbana y la oligarquía terrateniente, los militares dejaron los cuarteles, depusieron un presidente legítimo e inauguraron el ciclo de las dictaduras militares latinoamericanas, que perduraría hasta bien entrados los años ochentas.
21 AÑOS DE HORROR
Durante los 21 años de autoritarismo, líderes populares fueron asesinados; se estableció censura previa a la prensa; se persiguieron escritores, profesores, periodistas; se desguazó el sistema de partidos; se implementó la tortura sistemática y clandestina; exilios forzados y desapariciones se volvieron corrientes. El resultado fue una sociedad con récordes mundiales de concentración de renta, alto índice de analfabetismo y dotada de una policía que generalizó la práctica de la tortura como instrumento de averiguación criminal.
ESFUERZOS INSUFICIENTES
¿Cerramos las cuentas con ése pasado doloroso? Hubo esfuerzos en ese sentido: el primer paso fue dado por la Ley de Amnistía Política, que en 1979 permitió a los combatientes por la democracia regresar a la vida civil en el país.
Sin embargo, asumiendo la teoría de los dos demonios, se perdonaron los criminosos que actuaron en nombre del Estado, equiparando sus crímenes a la violencia política de la resistencia. Torturadores y asesinos de los sótanos del régimen militar fueron liberados de prestar aclaraciones a la Justicia.
CON CARDOSO, UN PASO ADELANTE
Durante el gobierno Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), se dio un paso adelante en el arreglo de cuentas: se elaboró una forma de compensación financiera a aquellos que habían sido víctima del terrorismo de Estado. A pesar de ello, hay espacios en los cuales esos años trágicos y terribles permanecen intocables.
Me refiero, en primer lugar, a la nomenclatura de los lugares públicos. Cuando voy desde São Paulo a un Estado vecino para visitar mis padres, por ejemplo, recorro una ruta llamada Castello Branco, nombre del líder del golpe militar que depuso João Goulart. A dos cuadras de mi casa pasa la calle Artur Costa e Silva, nombre del responsable por la anulación definitiva de las libertades civiles. Plazas, calles y avenidas se distribuyen país afuera homenajeando tiranos del ciclo militar. ¿Podría alguien imaginarse ciudades argentinas con el nombre Videla o plazas Leopoldo Galtieri?
La simbología es relevante para una sociedad y tiene que ver con el respeto de la libertad.
LA LEY DEL SILENCIO
En otro plan aún más significativo, tenemos la cuestión del manto que cubre los archivos de la dictadura. El Estado brasilero no franquea el acceso a las informaciones del período. Un secreto de hasta treinta años es impuesto a ciertos documentos, plazo que puede ser convertido en perpetuidad.
¿Cómo aceptar que ex torturadores paseen impunemente por las calles y ocupen espacios de responsabilidad pública? Además de no responder por sus crímenes, sus actos no pueden ser conocidos por la sociedad que tiranizaron.
El aparecimiento de la memoria no es cómodo, y como diría el cineasta chileno Patricio Guzmán, sacude siempre. Pero quizá esos sacudones sean necesarios para poder seguir adelante, reconciliados con nosotros mismos. En Brasil y donde quiera que se violen las libertades fundamentales.
Publicado por:
Valdenir dos Santos Silva
fecha: 21 | 07 | 2006
hora: 10:26 pm
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Parabens pelo artigo.. Supimpa…
Esse é o meu sobrinho