Pese a las voces que niegan que exista una crisis, la realidad colombiana sugiere lo contrario, y la actividad guerrillera es sólo un indicio tras el que se esconde muchas otras pruebas de una problemática que afecta a todos los estamentos del sistema, y que salpica a todos los sectores.
POCAS VECES UN PAÍS DE AMÉRICA LATINA ha sufrido una crisis tan grave como la que vive Colombia. Y pocas naciones de este continente pasan sus días como si nada sucediera. Una rara curiosidad en esta convulsionada zona. La más rara, pero comprensible en términos generales. Y comprensible, porque se han de mirar algunos significativos sucesos de la reciente historia, y en ellos no se puede dejar de lado la interpretación de circunstancias culturales, religiosas y políticas surgidas hace ya varias décadas.
No es gratuita la suerte que se enfrenta. Así, para no ir muy lejos, no se debe mirar el caso de la guerrilla más antigua del continente y del paramilitarismo desde una ventana alejada del verdadero paisaje que se presenta todos los días. No es la simple lectura, ni el análisis detenido de las decenas de libros que se han escrito sobre la violencia, ni de los estudios, juiciosos o no, que ha merecido el narcotráfico, ni las extrañas discusiones que se viven en los poquísimos medios de comunicación que no ha cooptado el sistema. El sistema y no el gobierno, porque la crisis trasciende esos espectros visibles que pueden ser los congresistas, el ejecutivo, o el poder judicial.
Y posiblemente en este último esté hoy una de esas rarezas que con frecuencia golpean el transcurrir de la que han dado en llamar la democracia más antigua de Latinoamérica. Para no ir tan lejos, el destape que ha hecho la Corte Suprema con el paramilitarismo, hoy mejor conocido como la parapolítica. La gravedad del asunto va más allá de unas simples implicaciones, y se sumerge en la confrontación y el descrédito que desde altos estrados de la vida política se quiere extender sobre los magistrados que han tenido el valor de denunciar lo que el país ya sabía.
Y lo han hecho con tranquilidad jurídica y rectitud, la misma que de vez en cuando se asoma en este particular escenario de la impunidad. Lo demuestra la andanada de provocaciones y de veladas amenazas que buscan soterradamente detener el proceso contra la parapolítica y que estos juristas renuncien al papel que han asumido de limpiar, de una vez por todas, la mala imagen.
Los miembros de la Corte, independientemente de su trasegar político y jurídico, saben para dónde van y se percatan del camino de infamias que deberán enfrentar y de la corrupción que embarga al país. Ellos mejor que nadie conocen el prontuario de una buena parte de la dirigencia nacional y saben, además, cómo se recorren estos espacios y cómo se trepan a la cúspide del poder económico y político. Nadie cree que estos jueces, los mejores del país, con credibilidad internacional y nacional, puedan sostener hoy, sin suficientes pruebas, las denuncias que prueban esa insólita cadena de delitos que se han cometido y que, infortunadamente, se siguen cometiendo. La dirigencia es consciente de su actuación y saben muy bien qué es verdad y qué no. Y tienen miedo.
LA OPINIÓN PÚBLICA
Pero una buena parte del país mira de soslayo la tragedia. Como que no quiere involucrarse en la solución y más bien manifiesta su rechazo y respalda ejecutorias realizadas por personas que, de una u otra forma, los representan: ahí está esa clase emergente que ha hecho crecer la economía, la clase que se endeuda, que trabaja con el dinero fácil o con los créditos, la que vive de unos relativos buenos salarios, o de las remesas que ahora llegan en grandes cantidades, la que tiene unos negocios que compiten con una extraña legalidad.
Es el sector de la sociedad que vota en las elecciones, la que participa en las encuestas, la que compra revistas y consume medios. Al mismo tiempo, es un sector que produce empleo y subempleo, que mira con desconfianza a la Corte y a todo aquello que pueda significar un peligro para la estabilidad que ahora defienden. Es el sector de los coches nuevos, del turismo, de la vida plácida. El mismo sector que no quiere un acuerdo humanitario, ni despejes, pero irónicamente ve mal la injerencia estadounidense en nuestra vida, es el sector que está en contra de la extradición y que prefiere ir de paseo como turista a Miami. El mismo que considera que las críticas de algunos periodistas y analistas no son constructivas.
Pero es la herencia de unas décadas nefastas. Sólo ahora, en el límite del fin de los partidos y en pleno auge de los movimientos independientes, de los caudillitos, de la nueva riqueza, una parte del país piensa en qué pasó. Y todos lo saben, pero no quieren oírlo, quieren que permanezca en los anaqueles de los juzgados, en los libros que hoy se venden, pero que mañana no se leerán.
Y destapar cualquiera de estos crímenes conturba, como sucede con la inenarrable tragedia del Palacio de Justicia o con el descomunal proceso 8.000, ahora desempolvados con la ayuda de la justicia gringa. A estos dos casos paradigmáticos de la triste, tristísima, historia reciente se suma, por ejemplo, para no ir tan lejos, el genocidio de la UP. El velo de estos crímenes, y de otros tantos, debe descorrerse, como debe descorrerse el que cubre el ya lejano asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, o como ocurre con el magnicidio de Luis Carlos Galán o de Álvaro Gómez.
UN ESCÁNDALO SOBRE OTRO
¿Será posible aprender de la situación? Conocer la verdad de una crisis que se viene madurando desde hace algo más de cincuenta años, ¿podrá servir para entender el presente? Es posible que desde antes de la fundación del Frente Nacional, cuando la exclusión y el autoritarismo se tomaron la república, con el cinismo más descarado, la clase dirigente se convirtió de la noche a la mañana en antagonista-protagonista de una horrible jornada que ella misma provocó. Y aparecieron, entonces, los prohombres, y desde ese momento gobiernan y confunden al país, con la benevolente ayuda de una Iglesia católica cómplice del despojo de la dignidad nacional, con unas fuerzas armadas sujetas, como ninguna, al querer de una plutocracia que todo lo controla.
Y es en estas épocas aciagas, como diría García Márquez, cuando nace toda la fanfarria de la cultura mafiosa, del narcotráfico y de la guerrilla. Empieza a cocerse esta olla que ha empezado a explotar. Y a las figuras legendarias del bandolerismo, muchas respaldadas por los jefes naturales de los dos partidos tradicionales, se unen hoy los capos del narcotráfico, los grandes jefes del contrabando, los corruptos, los criminales más peligrosos de que se tenga memoria.
Estos jefes tienen la misma vergüenza que tuvieron los más sanguinarios criminales de que se tenga memoria en América Latina: Sangrenegra, Chispas, Efraín González (o El siete colores), por solo mencionar tres. Cuentan, con un cinismo que asombra, las masacres y la forma en la que robaron tierras muy ricas de los campesinos, de los indígenas, de las comunidades afrocolombianas, y cómo roban la salud y asesinan sindicalistas, estudiantes, profesores, intelectuales. Una tragedia que nadie ha podido evaluar y de la que mucho se habla con cierto tono épico. Los medios, los pocos que existen y que hacen investigaciones en Colombia, prefieren hablar de la marca de las corbatas y los perfumes que utilizan algunos de los implicados en estos genocidios.
Así, pues, a esto último se agrega, como un suplemento explicativo, el ya citado escándalo de la parapolítica, que es gravísimo. Ya no son simplemente los grupos armados ilegales (guerrillas, autodefensas, grupos de sicarios), es la política (los políticos), involucrada en pactos de toda índole: electorales, manejo de recursos oficiales, narcotráfico, crímenes de opositores, secuestros, relaciones con la guerrilla. Incluso se piensa en refundar el país. Y ahora los magistrados que investigan empiezan a ser perseguidos, vinculados a delitos que los desprestigian ante una opinión pública escurridiza, muy influida del chisme, del rumor. Todo un complot urdido de forma muy torpe. Aquí la verdad pierde su dimensión ética, pierde sentido.
Y la justicia tiene que jugar con una serie de testimonios insólitos que alcanzan por todas partes el carácter de verdades irrefutables, y en otras, según los intereses, en cobardes mentiras, en infamias para desprestigiar. En sólo los dos últimos años se han publicado cerca de 20 libros que ahora sí dicen toda la verdad. Y las cartas y los testimonios de desmovilizados, de narcotraficantes, de ex divas, de hijos y nietos, de periodistas, de asesores y de protegidos de la justicia norteamericana, llenan las vitrinas de las poquísimas librerías que hay en Colombia, y a lo mejor se venden, son pirateados y son leídos.
Pero un escándalo tapa otro, y así sucesivamente. ¿Quién recuerda la chuzada de los teléfonos de miles de colombianos?, ¿quién recuerda la muerte del Negro Acacio?, ¿y la renuncia del director del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE)?, ¿y los falsos positivos?, ¿y las salidas de algunos funcionarios?, ¿y la tragedia del municipio de Jamundí? Al tiempo, una prensa complaciente, demasiado cercana a muchos de los protagonistas-antagonistas de la historia, confunde, miente, responde y defiende o condena.
TODO ESTÁ POR COMPROBARSE
Los vínculos de los congresistas (más de cuarenta) con el paramilitarismo no son casuales. Sin duda, algunos están ahí por venganzas, pero también otros, desde hace años, han tenido relaciones con grupos de narcotraficantes y otros delincuentes, y a ellos se suman los altos funcionarios que han sido salpicados por revelaciones macabras, varios de los cuales huyen de la justicia y así le dan la razón a las denuncias, como sucede, por otra parte, con los congresistas, que prefieren perder el escaño a que sean investigados por la Fiscalía. Y ponen en aprieto a este organismo, pues pareciera que es más fácil convencer de su inocencia a los fiscales que a los magistrados. Un incómodo alboroto, perjudicial para el buen nombre del país en el mundo, contrario a las mismas prédicas anticorrupción que se pregonan por todos lados, una piedra en el zapato para unos eventuales procesos de paz, para un acuerdo humanitario. Y lo grave es que un sector decente del mismo gobierno y de la sociedad paga los platos rotos de esta podredumbre.
Y a este panorama debemos agregarle ese relativo crecimiento económico, esa extraña bonanza que vive el país, que de todos modos se ve seriamente cuestionada, incluso por funcionarios del Banco de la República que muestran su preocupación por la forma como se endeudan los colombianos y por el desmedido consumo de bienes como los automóviles, por señalar un caso muy llamativo. En buena parte para los inversionistas extranjeros es una oportunidad que han sabido aprovechar, pues ellos nunca tienen en cuenta los conflictos internos, sino las altísimas ganancias que pueden alcanzar, así éstas sean ocasionales. Podemos verlo en esa perversa fluctuación del precio del dólar que se debe, además de la crisis económica estadounidense, a la inundación de dólares que vive el país, producto de las remesas y de otros negocios no tan legales; entonces, ¿algunos abogan por que se dolarice la economía?
Todo está por decirse, todo por comprobarse. Se saben muchas verdades, pero no quieren ni decirlas ni oírlas, o sólo oírlas como un divertido chisme, como una especie de recomposición mental de la intensa lucha de clases que vive la nación. No hay disposición a una necesaria catarsis, o no se está preparado para ella. Hay sectores de la sociedad colombiana muy comprometidos con el reciente pasado, una sed de venganza, una exclusión profunda, una rabia contra todo, una necesidad irracional de autoridad que lleva al autoritarismo.
Es el machismo y el racismo en una incómoda alianza, que impide ser lo que se es, que niega la dimensión del ser mismo. Por eso se oyen más los alias que los nombres verdaderos, por eso son tan importantes los apodos. Una negación del color de la piel, del nombre, de los apellidos, de los orígenes. Sin embargo, algunos se niegan a creer que hay una grave crisis.
¿Qué opina usted de este análisis? Le invitamos a publicar su comentario