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Entienda por qué la relativamente pequeña, pobre y por tiempos fragmentada región del Caribe debería entrar en el «radar de atención» de Estados Unidos con un nuevo enfoque integral.

Escrito conjuntamente con Cyrus Veeser (Desde Madrid) NUMEROSOS COMENTARISTAS han hecho notar que a lo largo de toda la década pasada el gobierno norteamericano prestó cada vez menos atención a América Latina, un patrón cuya reversión no se descarta sin embargo bajo la presente administración del presidente Barack Obama. Si tal fuese el caso, ¿por qué razón debería incluso entrar en su radar la relativamente pequeña, pobre y por tiempos fragmentada región del Caribe?

«Los lazos económicos entre Estados Unidos y el Caribe son de larga data pero han devenido cada vez más complejos»

Para la actual administración norteamericana, la cuestión más importante a reconocer es que el Caribe es tan interno como el hecho mismo de tratarse de un conglomerado de estados diferenciados y autónomos. Décadas de consistentes flujos de inmigrantes constituidos por extensas diásporas provenientes de Cuba, Haití, República Dominicana, Jamaica y desde las pequeñas islas caribeñas residen y cohabitan dentro de las fronteras estadounidenses. La mayor parte del comercio de la subregión está orientado hacia ese país al tiempo que las remesas enviadas por los inmigrantes caribeños radicados en Estados Unidos hacia sus países de origen son cada vez más un componente esencial del PIB de esas naciones.

FUGA DE CEREBROS

De igual manera, las condiciones políticas, económicas y sociales por la que atraviesan las islas del Caribe tienen repercusiones en Estados Unidos, sea que se trate de la fuga de cerebros de estudiantes universitarios caribeños (cerca del 80 por ciento de los jóvenes graduados salen de Jamaica, Guyana, Granada y Haití), o del impacto provocado por las actividades ilícitas transfronterizas que utilizan los territorios insulares como puente y como puntos de distribución de mercancías ilícitas como las drogas estupefacientes y armas pequeñas, o para el blanqueo de dinero generado por esos mercados. De no menos importancia resultan ser los desafíos que imponen a la política exterior de Estados Unidos las transiciones políticas en Haití y Cuba, así como las cuestiones relacionadas a la gobernabilidad democrática en Jamaica, la República Dominicana y otros países de la región. En síntesis, el Caribe y Estados Unidos son sin lugar a dudas, interdependientes, y tal interdependencia es tanto positiva como negativa, al tiempo que presenta tanto retos como oportunidades.

En años recientes, el liderazgo político norteamericano ha obligado el hecho de que cualquier política que afecte al Caribe, automáticamente impacta algún sector de la población norteamericana en la misma proporción que cualquier cambio de política hacia los inmigrantes caribeños tiene un impacto en sus países de origen. Este acercamiento ha tendido a reforzar las consecuencias negativas de la interdependencia, al tiempo que obvia las oportunidades de cooperación. El limitar el flujo de remesas hacia Cuba; el repatriar los «yoleros» que llegan a Florida, provenientes de Haití y el deportar inmigrantes caribeños convictos de crímenes en Estados Unidos son políticas unilaterales que responden a preocupaciones políticas dentro de ese país pero han probado generar dramáticas consecuencias negativas en la región. Esta es la razón principal por la cual es apremiante el desarrollar un nuevo acercamiento que evite de una vez por todas el unilateralismo y al mismo tiempo reconozca la interdependencia de Estados Unidos con el Caribe.

«Difícilmente alguna otra región del mundo sea tan dependiente de las remesas provenientes desde Estados Unidos como lo es el Caribe»

Los lazos económicos entre Estados Unidos y el Caribe son de larga data pero han devenido cada vez más complejos, en la medida en que el primero permanece como el socio comercial más importante para la subregión. En 2007, por ejemplo, el país del norte suplió tres cuartos de las importaciones hacia la República Dominicana. Los nacionales norteamericanos también constituyen un componente creciente en el turismo caribeño, la industria más importante en la región. Sin embargo, el impacto de la política externa estadounidense en esta economía transnacional no siempre ha sido beneficioso.

DINERO BUENO VERSUS DINERO MALO

Difícilmente alguna otra región del mundo sea tan dependiente de las remesas provenientes desde Estados Unidos como lo es el Caribe. En 2006 los inmigrantes caribeños en Estados Unidos enviaron a sus países de origen unos 8,370 millones de dólares. En la República Dominicana, mas del 20 por ciento de los hogares reciben remesas regularmente, mientras en Jamaica, las remesas promedian unos 700 dólares por persona por año. Las remesas representan el 9 por ciento del Producto Bruto Interno de la República Dominicana, mientras que en Haití y Jamaica este concepto representa el 21.1 por ciento y el 18.3 por ciento, respectivamente. Por lo tanto, los recursos generados por los inmigrantes caribeños en Estados Unidos constituyen un pilar de la economía de la región, aún por el simple hecho de que estos trabajadores proveen la mano de obra esencial en sectores claves de la economía estadounidense (como los trabajadores en el área de la salud) en las áreas urbanas de Boston, New York y Miami principalmente.

Las finanzas transnacionales tienen sin embargo un lado negativo. El tráfico de drogas ilícitas, largamente establecido en la región, ha crecido en alcance y complejidad, evadiendo los mecanismos de control para suplir el insaciable mercado norteamericano. En 2001, el narcotráfico en el Caribe generó aproximadamente unos 3,3 billones de dólares, equivalente al 3,1 por ciento del producto interno de la región. Para 2006 las drogas representaban el 6 por ciento del PBI regional, alcanzando unos 5 billones de dólares. Como las remesas, los dividendos de la droga han devenido en un ingreso que es esencial en el caso de algunas economías subterráneas en el Caribe, con las obvias consecuencias negativas que trae consigo a sus sociedades y sus gobiernos.

EL IMPACTO DE LA POLÍTICA ESTADOUNIDENSE

Al respecto, Estados Unidos ha desplegado políticas contradictorias en las dos áreas. Un reporte de 2008 resaltaba que «Las políticas de Estados Unidos han tenido un fuerte impacto en el volumen de las remesas», por ejemplo, al afectar el estatus legal de los inmigrantes en ese país y reducir que tanto pueden ellos producir, al limitar su tiempo de estadía en Estados Unidos. La política de la administración Bush de reducir el valor de las remesas enviadas por los cubanos americanos hacia Cuba fue ampliamente denunciada internacionalmente por sus negativos efectos humanitarios. No es de extrañar que en la actual administración del presidente Barack Obama, la derogación de esta odiosa medida, endurecida desde el 2004, constituya la primera señal de acercamiento en el replanteamiento de las relaciones de su gobierno con Cuba. Un cambio en este patrón de relaciones sería además bien recibido por el resto de los países latinoamericanos quienes en su mayoría propugnan por la vuelta de Cuba a la comunidad internacional.

En cuanto al resto del Caribe, hasta muy recientemente el espíritu anti-inmigrante promovido por sectores conservadores en ese país conllevó a una agresiva política de deportaciones de trabajadores indocumentados, política ésta que podría generar resultados adversos ya que al reducirse las fuentes de remesas, se incentiva aún más la expoliación de emigrantes desde la región.

Similares consecuencias colaterales han caracterizado las presiones promovidas por la D.E.A y el Departamento de Estado en las naciones del Caribe, para que estas sean más proactivas en el combate a la criminalidad organizada, mientras las diversas administraciones han cortado la asistencia económica a estos países y repatrían constantemente criminales convictos en ese país. Los estados del Caribe necesitan mas recursos, no menos, a fin de fortalecer sus instituciones nacionales, especialmente de provisión de seguridad ciudadana y justicia y promover una gobernabilidad democrática. Más que simplemente repatriar criminales convictos, Estados Unidos podrían contribuir a crear y fortalecer programas que posibiliten la incorporación de estos ciudadanos a la vida social y económica en sus respectivos países. De igual manera, a pesar de que la criminalidad en la región constituye una de las preocupaciones mas serias de las autoridades norteamericanas, Estados Unidos continúa siendo el suplidor principal de armas ligeras en el Caribe. La mayoría de estas armas son usadas por grupos criminales en las pequeñas naciones de la región. Un paso importante también asumido por la presente administración, ha sido el reconocimiento de esta situación, expresado públicamente por la Secretaria de Estado de Relaciones Exteriores, Hillary Clinton en su reciente visita a México. No cabe dudas de que para los gobiernos y sociedades del Caribe la concreción de medidas de control sobre estas exportaciones legales e ilegales de armas hacia sus territorios representaría un avance en la minimización de los factores de inseguridad a nivel regional, al tiempo que ofrecería un espacio de colaboración funcional entre países. De igual manera, el tradicional acercamiento a los problemas socioeconómicos de la región a partir de militarizar las respuesta también ha probado ser inadecuado y disfuncional a los fines de desarrollar iniciativas anti-crimen eficientes en la región. Sobretodo porque para las emergentes democracias caribeñas, signadas aún por serias debilidades institucionales, estos paradigmas han contribuido a debilitar aún más el control civil sobre sus fuerzas de seguridad, con el arrastre de una larga historia de autonomía, impunidad y corrupción política e institucional.

EL NUEVO ROL DE WASHINGTON

No cabe dudas de que la democracia ha echado raíces en el Caribe, donde los ciudadanos –con la excepción de Haití y Cuba– han elegido gobiernos civiles por las últimas tres décadas. Pese a ello, la democracia dista mucho aún de estar bien institucionalizada, dado que muchos de sus gobiernos continúan plagados de corrupción e ineficiencia. Más aún, el crecimiento y complejización de la criminalidad y la violencia han dado lugar a la justificación de políticas de mano dura y con énfasis en lo punitivo más que en salidas preventivas y proactivas. Estas políticas de fuerza socavan la democracia debido al ejercicio extralegal e indiscriminado de la fuerza. En Haití, muchas de sus instituciones imprescindibles para la consolidación democrática han colapsado y los Estados Unidos han jugado apenas un rol secundario en un acercamiento humanitario. A lo largo del Caribe, la cuestión fundamental es el fortalecer tanto la democracia como el desarrollo económico. En países donde el diez por ciento mas rico de la población acapara entre 40 y 50 por ciento del ingreso nacional y con rampantes tasas de criminalidad, el apoyo a la democracia tiende a perder importancia frente a la lucha cotidiana por la sobrevivencia.

«Construir una nueva, sinérgica, respetuosa y saludable relación entre Estados Unidos y el Caribe requiere de un liderazgo responsable»

El deterioro de las democracias y los modelos de desarrollo en el Caribe podría traer múltiples consecuencias negativas para Estados Unidos. Por lo tanto, Washington tiene muchas razones para promover activamente la estabilidad, el crecimiento económico y la paz en el Caribe, a pesar de que Estados Unidos experimentan una de las peores crisis financieras desde los tiempos de la Gran Depresión. Esta crisis, que no es ciertamente exclusivo de ese país ni de una región en particular, y la austeridad que ella impone en el gobierno norteamericano, podría traducirse fácilmente en un enfoque que debilite aún más a la subregión. Al mismo tiempo, la recesión en Estados Unidos ya está impactando a las economías caribeñas. En ese sentido, un involucramiento proactivo de parte de los Estados Unidos es tan necesario como desafiante y a la vez difícil.

UN ASIENTO PREFERENCIAL EN LA MESA DIPLOMÁTICA

En síntesis, el momento actual de crisis mundial, puede proveer una oportunidad para impulsar relaciones mas simétricas en la región, en la línea quizás en la que abogaba Franklin Roosevelt con su política del Buen Vecino precisamente para la región cuando tomo posesión del gobierno en el peor momento de la Gran Depresión. Construir una nueva, sinérgica, respetuosa y saludable relación entre Estados Unidos y el Caribe requiere de un liderazgo responsable en Washington, que sea capaz de demostrar por ejemplo tanto compromiso con los derechos humanos como el que expresa por la preocupación por erradicar la criminalidad.

«Un muy positivo acercamiento en este paso seria comenzar a ver el Caribe no sólo en los términos de una tercera frontera»

Al tiempo que rechaza el unilateralismo, el nuevo liderazgo norteamericano debería buscar un lugar común con los gobiernos caribeños y latinoamericanos, alrededor de las políticas de seguridad y contra la criminalidad organizada. Un muy positivo acercamiento en este paso seria comenzar a ver el Caribe no sólo en los términos de una «tercera frontera», es decir, sino más bien, como el socio obligado que puede convertirse en un activo agente capaz de ocupar un asiento preferencial en la mesa diplomática.