Desde la antigüedad se repiten en la historia, dos perfiles de personalidades que dirigen sus mensajes a sus pueblos. Por un lado, el político, y por otro, el profeta. Son dos actitudes diferentes. Dos posturas ante la comunidad, de la cual reclaman atención. La comunidad es el destinatario esencial de ambos mensajes. Se generan dos interacciones, diferentes entre sí.

El político aspira al poder, desde el cual desea gobernar. Poder y gobierno del Estado se unen en la vocación del político. Si es parte de un régimen despótico, busca imponer sus orientaciones y políticas, haciendo pesar la autoridad del Estado para asegurar su vigencia y vigilar su acatamiento o incumplimiento. Si integra un régimen democrático, el político busca obtener el apoyo de la opinión pública para consolidar electoralmente sus aspiraciones de llegar al poder. Una vez en el ejercicio del mismo, sigue ligado a la opinión pública, tanto para informar sobre su actuación como para estar presente en la misma con miras preferenciales al futuro.

La relación entre político y sociedad incluye otros componentes fundamentales. El público requiere que el político le diga la verdad. Este requerimiento no deja de tener sus riesgos para el político. Está en juego su credibilidad. Si la pierde de antemano, sabe que no llegará al poder. Para mantenerla tiene que desarrollar el arte especial de decir la verdad, si no tiene la forma de ocultarla cuando no es urgente que la proclame. Pero su dilema surge cuando, al decir la verdad, al público no le gusta su contenido.

El proceso electoral y el gobierno son dos etapas del mismo desarrollo, pero de características distintas. En la etapa electoral predominan las promesas. En el gobierno debe cumplirse con lo prometido. Por tanto, el político tiene que incrementar la credibilidad y la esperanza, para llegar al poder. Desde el gobierno debería también dar pruebas de cumplimiento. Pero si a veces debe adoptar decisiones que no se avienen a las promesas electorales, sabe que arriesga su credibilidad….y su futuro. Por tanto, para el político el olvido o la pobreza de memoria de las masas son recursos decisivos. También tiene dificultades cuando debe adoptar posiciones imprevistas, para ir acompañando la volubilidad y volatilidad de las opiniones públicas. En definitiva, está ligado a lo que piensan y quieren los electores, sea bueno, regular o malo. Corre peligro su carrera, si arriesga su «popularidad».

El profeta es un personaje diferente. Es parte de los estratos más humildes de la sociedad, y carente de toda influencia. Surge de pronto un «llamado interior» que lo obliga a profetizar. Su primera reacción es la resistencia a ese llamado. Intuye que si transmite a la sociedad el mensaje que le llega desde su mundo íntimo, todos le verán como peligroso e inconveniente. Tiene miedo de asumir lo que le dicta su conciencia, donde resuena independiente una voz que no es la suya, y tiene resonancias de trascendencia.

Pero su resistencia se resquebraja ante el magnetismo de la energía espiritual que lo convoca al cumplimiento de una misión: decir a la sociedad la verdad, aquella que ni siquiera desean oír. Reconoce de antemano su impopularidad y las consecuencias adversas a las que se expone por decir lo que debe, aunque no quiera decirlo.

Mientras el político confía que el olvido colectivo correrá a su favor. El profeta quiere, justamente, impedir el triunfo del olvido. Es el vocero de la memoria. Hace recordar a la comunidad que se ha apartado de los valores y de los principios, a las cuales está comprometida básicamente. Reclama el recuerdo y exige el cumplimiento de lo que se ha olvidado o violado. Como es de esperar, la comunidad reacciona contra el profeta que, por tal, está destinado a no ser «popular». La verdad que él proclama no depende del consenso público ni de la opinión de la mayoría. La suma mayoritaria de lo contrario a la verdad no deroga la verdad. La verdad subsiste aunque haya uno sólo que la sustente y defienda. La mayoría no tiene el poder de convertir lo erróneo en verdadero, ni lo falso en auténtico, ni lo malo en bueno.

El profeta no es un  augur. No anticipa lo que va a suceder. Coloca ante su interlocutor las opciones que se le abren, según su decisión coincida con lo auténtico del mensaje o no. Las consecuencias del incumplimiento, buenas o malas, recaerán ahora en la comunidad, según sea el comportamiento elegido. El profeta no hace ni puede hacer concesiones. No espera que su poder provenga de la comunidad. Ha sido elegido para cumplir un cometido, sea cuales sean las consecuencias. Llama a responsabilidad, y no tiene la potestad de disiparla.

Cuando se alza la voz del profeta, sus ecos resuenan en las conciencias que no quieren oir. El profeta no promete regalías y derechos, para obtener el favor del público. Les habla de deberes incumplidos que deben cumplirse. Sólo cumpliendo dichos deberes, vendrán luego los auténticos beneficios y derechos. Alivianar la conciencia comprometida en la realización de los deberes, es desarticular las bases morales de la sociedad. Un equilibrio compaginado de derechos y deberes abre los portales de la armonía social. Es el predominio del espíritu. Su desequilibrio conduce al caos y la confrontación.

Hay muchos políticos. Faltan profetas. Uno llega a reflexionar. Muchas madres quisieran que sus hijos sean políticos. ¿Cuántas aspiran a que sus hijos sean profetas?