leonardoHasta hace pocos años se acostumbraba a decir, también en escuelas y universidades, que los animales actuaban por “instinto”, mientras que los humanos lo hacíamos por “racionalidad”. Hoy ya vamos sabiendo que ambas afirmaciones en muchos casos resultan falsas. La tradición occidental, empezando por los estoicos griegos y romanos (Zenón, Cicerón, Séneca) pasando por el cristianismo y llegando a la Ilustración laica contemporánea ha impulsado la imagen de una separación radical entre el mundo animal y el mundo humano. La imagen ha sido la de dos universos no solo distintos, sino disjuntos, sin apenas contacto entre sí. Pero las cosas no parecen corresponder a esta imagen. La realidad resulta ser bastante más compleja, tanto de nuestro lado como del lado de los animales no humanos.

Los estudios actuales de primatólogos muestran una línea de continuidad entre los comportamientos de los primates antropoides y humanos (para citar un autor, si les interesan estas cosas, les recomiendo dos libros divulgativos de Frans de Waal: El mono que llevamos dentro (2005); Primates and philosophers (2007). En términos generales destacaría tres conclusiones: a) la moralidad es anterior a la humanidad, b) los antropoides y humanos somos grupales; el comportamiento moral más sofisticado y pacífico dentro del propio grupo contrasta con el carácter más agresivo y cruel del comportamiento entre grupos, y c) la base evolutiva de la moralidad está más apoyada en las emociones que en la racionalidad.

Veamos, a la carrera, diez observaciones concretas de dichos estudios: 1) en los antropoides se dan comportamientos de empatía y compasión, sensibles al sufrimiento ajeno: salvar animales de otras especies, esperar a quienes se quedan atrás, proveer alimento a los individuos que no se valen por si mismos, etc), 2) se compite básicamente por tres cosas: recursos, sexo y poder, 3) los chimpancés establecen coaliciones para decidir las posiciones de mayor rango (no siempre predomina el más fuerte); ello conlleva ventajas (seguridad, sexo) pero también vidas mucho más estresadas en los machos de rango superior (número de úlceras, ataques cardíacos, etc), 4) la cooperación es más fácil cuando la jerarquía del grupo es clara y estable, 5) existen mecanismos de resolución “imparcial” de conflictos en chimpancés y bonobos, 6) también se dan mecanismos de reconciliación tras las disputas, 7) la xenofobia frente a otros grupos es general -excepto en los bonobos, una especie más tolerante, con dominancia de las hembras, y con prácticas sexuales no dirigidas solo a la procreación sino a las alianzas, a la disminución de tensiones y a la resolución de conflictos, 8) la reciprocidad y el resentimiento son universales en el comportamiento antropoide, así como el castigo a los individuos que no cooperan, 9) chimpancés y bonobos muestran comportamientos basados en la “equidad” para dirimir lo que es o no es aceptable, 10) el aprendizaje y la experiencia resultan fundamentales en el comportamiento antropoide (los mismos individuos actúan de manera distinta en grupos o circunstancias diferentes). Suena a conocido, no?. La neurociencia actual, además, nos dice que cuando los humanos afrontamos dilemas morales, las zonas del cerebro que se activan son áreas emocionales antiguas en términos evolutivos.

Puede que todo esto sorprenda a algunos, al menos en alguna medida, pero casi nada de ello parece ajeno. Y apunta en la dirección correcta. Debemos corregir la tendencia al antropocentrismo que nos ha legado la cultura occidental. Nuestro hardware cerebral es un producto de la evolución. Los antropoides son nuestros primos cercanos. Son inteligentes y muestran relaciones sociales competitivas y cooperativas complejas. Los humanos tenemos más habilidades cognoscitivas y morales, pero seguimos siendo animales competitivos, cooperativos y emocionales como ellos.

En este sentido, las versiones antropológicas de Hobbes y de Kant aparecen hoy como demasiado simples. Por un lado, parece que no somos ni tan egoístas ni tan racionales como algunos economistas esgrimen, pero, por otro lado, en contra de algún tipo de “humanistas”, no parece que la racionalidad sea más importante que las emociones en nuestras respuestas a dilemas morales. D. Hume y A. Smith (siglo XVIII), ya intuyeron la importancia moral de la emociones. Como he comentado otras veces, la racionalidad a través del lenguaje es lo que más nos distingue como especie, pero no es lo que más nos constituye como tal. Algunos añadirán “y así nos va”. Pero sin las emociones, los “mejores” comportamientos de nuestra especie, como la empatía con el sufrimiento ajeno y la solidaridad, o decisiones “civilizadas” sobre los derechos humanos o sobre derechos de los animales, serían menos probables. Los derechos de los animales son hoy tratados como una cuestión de “justicia” desde distintas perspectivas (P. Singer desde premisas utilitaristas; M. Nussbaum desde el enfoque de las capacidades). A través de la racionalidad podemos ser capaces de lo mejor en nuestras reglas éticas y políticas, pero también de lo peor en nuestros comportamientos prácticos, especialmente hacia individuos de grupos distintos al “nuestro”. Una actitud “racional” será tratar de entender de donde venimos, como un ingrediente fundamental para saber mejor por qué nos comportamos como lo hacemos, y para deshacer las imágenes sesgadas y empobrecidas, de carácter racionalista y moralista, de unos “homo sapiens” capaces a la vez de componer sinfonías, de elaborar sofisticadas teorías científicas y filosóficas, y de seguir matándose entre sí.