RUSSIA/Así como la década del ‘90 nos dejó liderazgos anómalos pero prolongados como los de Boris Yeltsin, Carlos Menem o Alberto Fujimori, la primera década de este siglo será estudiada también por las características de ciertos líderes que definieron, desde su propia excentricidad y con sus notorias diferencias, otra clase de anomalías prolongadas. Década contra década, habrá que colocar en este último registro a Vladimir Putin, Néstor Kirchner, Hugo Chávez y acaso también Alvaro Uribe.

La cuestión está cifrada en una frase de Max Weber de un notable poder heurístico: «La pregunta es ¿qué clase de hombre debe ser aquel a quien se le permite meter la mano en los engranajes de la historia?».

El politólogo italiano Sergio Fabbrini responde a la cuestión en su reciente libro «El ascenso del Príncipe democrático. Quién gobierno y cómo se gobiernan las democracias» (Fondo de Cultura Económica, 2009), de recomendable lectura para quienes buscan desentrañar las condiciones que favorecen y explican este tipo de liderazgos. Y las que podrían explicar cómo salir de ellos, eludiendo el remanido recurso de atribuirles la causa de nuestras venturas y desventuras.

Un camino de indagación, bastante trillado por cierto, es observar a estos líderes como los responsables de desvíos y distorsiones, por exceso de personalismo, concentración de poder y pretensiones de permanencia más allá de los límites impuestos por los marcos constitucionales. Otra camino es observarlos como emergentes de un sistema político, en este caso el presidencialismo concentrado, que favorece su ascenso e incentiva sus rasgos personales.

Fabbrini se ocupa sobre todo de los Príncipes-presidentes de las democracias de países centrales -George W. Bush, Tony Blair, Silvio Berlusconi- pero su análisis aporta elementos interesantes para entender a los aprendices de Maquiavelo en las democracias emergentes o periféricas. En el caso latinoamericano, la debilidad de las instituciones representativas, las fuertes desigualdades y fracturas sociales y los niveles de exclusión y el papel de los medios masivos de comunicación pueden ser directamente proporcionales a los vaivenes bruscos en el humor de la sociedad y el surgimiento de líderes personalistas. Lo señaló en aquel momento Guillermo O Donnell al advertir que Estados débiles y ciudadanías “de baja intensidad” propiciaban modos de “democracia delegativa” que se apartaban de los principios de la legitimidad democrática basada en el gobierno “del pueblo por el pueblo y para el pueblo”. Desde otro mirador, el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso lo advirtió bien en un reciente reportaje publicado en El País de Madrid (15/11): “Chávez existe porque la clase dirigente venezolana fracasó. Por la corrupción, por no mirar a las masas… Chávez sí miró, y ése es su mérito, retóricas aparte, y descubrió un sentido de dignidad que nadie debe despreciar, el mismo que ha descubierto (Evo) Morales con los indígenas…”

El argumento es el mismo: razones sistémicas y estructurales impulsan un crecimiento de la función del líder del Ejecutivo en las democracias contemporáneas. En los años ’90, algunos de estos líderes se montaron a la ola del neoliberalismo y avanzaron desde el gobierno y el mercado contra el Estado. Como bien lo explica Santiago Leiras, politólogo con doctorado en el Instituto Ortega y Gasset-Universidad Complutense, el presidencialismo acentuado, combinado con la crisis de representación política y la quiebra de los aparatos estatales creó condiciones en la pasada década para el ascenso de lideragzos de corte decisionista, neo-populista y neo-liberal (“El Cono Sur y sus líderes durante los años 90. Carlos Menem y Fernando Collor de Mello en perspectiva comparada”, Ediciones Lajouane, 2009).

En los años 2000, la ola fue inversa y tuvimos a otros nuevos Príncipes avanzando desde el gobierno sobre el Estado y el mercado. En continuidad con los tipos de liderazgo precedentes, apelaron a la doctrinas “de necesidad y urgencia”, la “razón de Estado” y la emergencia y excepcionalidad que justificaba el gobierno por decreto, sin rendición de cuentas ante las instancias de control republicano, la subordinación de las instituciones parlamentarias y el reeleccionismo presidencial. Aunque sus políticas fueran en una dirección inversa u opuesta, con políticas de regulación, intervención estatal, retórica progresista y alianzas con sectores populares o de izquierda, persiste la misma dificultad para resolver en clave institucional el problema de la sucesión, en tanto los atributos de gobernabilidad y las reglas de juego de la competencia democrática quedan fuertemente emparentadas con la figura presidencial y sujetos al “decisionismo de palacio”. Lo importante, advierte el análisis politológico, es lo que queda cuando pasan estas olas y movimientos cíclicos de carácter pendular.

En definitiva, se necesitan líderes, hombres y mujeres, que sepan «meter la mano en los engranajes de la historia»; y atención: “meter la mano en los engranajes de la historia” no incluye la tentación cleptocrática de meter la mano también en las arcas del Estado y disponer de los bienes públicos. Por eso mismo es que se necesita conseguir también que lo hagan para mejorar el funcionamiento de esos engranajes y de las instituciones, y no para destruirlos o subordinar a estas a los dictados del poder personalista. Conclusión: la fuerza del líder y de su Ejecutivo, debe encontrar su correlato en la fuerza de las instituciones que deben controlarla. Como señala Fabbrini, cada país sometido a estos dilemas deberá encontrar la modalidad para permitir que los Príncipes y sus Ejecutivos gobiernen, y lo hagan como Príncipes y Ejecutivos democráticos.