La elección del «Presidente de Europa»: ¿lo hemos hecho bien?
Hace unos días, los 27 países de la Unión Europa eligieron a su primer presidente permanente, el belga Herman Van Rompuy.
El Tratado de Lisboa, que entra en vigor el uno de diciembre y regirá a partir de ahora este bloque político-económico, incluye esta nueva figura con la pretensión de consolidar la estructura institucional de la organización y darla mayor consistencia y continuidad. Es, todavía, un puesto más simbólico que poder real, pero llamada a conceder visibilidad a ese concepto aún extraño para muchos ciudadanos que es la Unión Europea. Un proyecto empujado desde las alturas, lo que ha generado un gran escepticismo en muchos ciudadanos que perciben el ejercicio con distanciamiento e incluso rechazo.
El «déficit democrático» que todo el proyecto de construcción de la UE acumula se ha convertido en un lastre que dificulta su desarrollo y evolución. Sin embargo y a pesar de ser conscientes de este problema, seguimos siendo incapaces de enfrentarlo y la elección de este nuevo cargo demuestra esa miopía. Hasta que la construcción de la nueva Europa no sea un proyecto asumido e impulsado por el voto y la opinión de la ciudadanía, seguirá siendo un experimento distante y ausente de «corazón».
Ningún mecanismo de transparencia.
Es preciso reconocer que la poca transparencia y falta de democracia en la elección de puestos importantes en organizaciones internacionales no es algo exclusivo de la UE. Lo vemos una y otra vez en otras instituciones como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional o, más recientemente, el Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA). Sin embargo, en muchas de ellas se han iniciado tímidos intentos por mejorar el mecanismo a través de hacer público la lista de candidatos oficiales, abriendo la posibilidad de respaldos por parte de ONGs e instituciones, permitiendo votaciones indicativas y, en resumen, generando un debate más o menos profundo y abierto en la sociedad civil sobre sus personalidades, ideas y proyectos de cara al futuro de esa institución.
Nada de esto ha ocurrido con la Unión Europa. El Tratado de Lisboa crea la figura del Presidente del Consejo Europeo pero, sin embargo, no contempla ningún mecanismo de trasparencia para su elección. Sólo estipula su duración -dos años y medio- y fija que su nombramiento requerirá al menos una mayoría cualificada entre los miembros del Consejo. No dice nada sobre el proceso de elección ni las características de los aspirantes: ¿Cómo se presenta candidatos? ¿Qué requisitos deben tener?, ¿Debe ser mujer u hombre?, etc.-. Además y a diferencia del Presidente de la Comisión Europea, no se requiere la aprobación del Parlamento Europeo, el único órgano de la UE elegido directamente por los ciudadanos.
Las ideas de Reinfeldt
Con esta poca clarificación, sólo nos ha quedado como guía lo que han dicho unos y otros. Frederick Reinfeldt, el primer ministro sueco que actualmente ejercer la presidencia rotatoria de la UE, declaró que aunque el Tratado habla de mayoría cualificada, en realidad, en esta ocasión se elegiría por unanimidad. Es decir que cualquier país -grande o pequeño- ha tenido capacidad de veto y de bloqueo en la designación. No esta claro en que se ha basado Reinfeldt al asumir esta opción pero evidentemente el peso de los grandes -Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia y España- seguro que ha contado mucho.
«Tenemos más nombres que puestos y sólo queremos dos nombres para dos puestos», ha dicho sibilinamente para explicar que se negaba a poner a votación los nombres que se rumorean. Lo más llamativo es que la unanimidad no la exige el Tratado y, además, la rechazaban al menos ocho países. Curiosamente naciones de la antigua órbita soviética o con frontera con Rusia como Polonia, Lituania, Letonia, Estonia, Eslovaquia, República Checa y Finlandia. Respecto a la pregunta de qué cualidades debía tener el candidato ideal a ser la «cara visible» de la UE, tampoco la imagen ha sido nítida. «El principal equilibrio es el político entre la izquierda y la derecha, pero no es el único. También hablamos de equilibrio entre Estados miembros pequeños, medianos y grandes, norte y sur, oeste y este, género… y es muy difícil conjugarlos todos», ha dicho.
Reinfeldt quien, por otra parte, rechazó cualquier tipo de audiencia interna con los aspirantes -aunque hubiera sido a puerta cerrada como ha hecho la ONU y la OIEA-, justificándose en que algunos eran políticos en activo. Es decir, que no hemos tenido el privilegio de conocer con antelación cual eran sus, digamos, «programa electoral». El silencio como estrategia. Algunos, como Rodríguez Zapatero, aspiraban a un «firme europeísta» bajo la premisa de que si el resto del mundo tiene que reconocer en él a la UE, el «presi» debería, al menor, reflejar convencimiento en el proyecto. Ni en eso hemos logrado el consenso.
Pequeños países como los tres del Benelux, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, rechazaban figuras «potentes» por temor -infundado según Londres o Madrid- a que se inclinará por los grandes o, quizá, tuviera la tentación de entender su función con demasiada autonomía. En resumen, independiente de que Van Rompuy sea un buen o mal candidato, es evidente que la elección del primer «Presidente de Europa» ha representado una nueva oportunidad perdida para no robar a la ciudadanía europea su derecho a opinar y participar en la construcción
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