Carlos Taibo analiza la posición de Moscú ante la posible autodeterminación e independencia de Kósovo, tiempo después de que Vladimir Putin advirtiera de que en caso de que esta fórmula se concrete, Rusia podría aplicar criterios similares en Georgia y Moldavia. Taibo cree que, a pesar de que la alianza con Serbia tiene gran peso dentro de la estrategia política rusa, los verdaderos intereses del Kremlin se cimientan en la posibilidad de mover pieza en el Cáucaso y poner en apuros a dos Estados con los que se mantienen tensas relaciones: Ucrania y Georgia.



EN ENERO DE 2006, EL PRESIDENTE RUSO, VLADIMIR PUTIN, desveló cuál parecía ser la posición de su país con relación a un eventual reconocimiento de una fórmula de autodeterminación e independencia en Kósovo. En las palabras de Putin –que sonaron a admonición– en el caso de que una fórmula de ese cariz cobrase cuerpo, Rusia se reservaría el derecho a aplicar criterios similares en la llamada república del Transdniestr, en Moldavia, y en Abjazia y Osetia del Sur, en Georgia.

Vaya por delante que lo que sigue no es sino una discutible interpretación de lo que pasó por la cabeza del presidente ruso en esos momentos, de tal suerte que ninguna certeza puede invocarse al respecto. La primera impresión adelanta que Putin no deseaba otra cosa que sugerir a las potencias occidentales que se lo pensasen dos veces antes de reconocer un Kósovo independiente. Lo que nuestro hombre habría venido a decir sería, mal que bien, lo siguiente: si ustedes hacen esto, asuman las consecuencias porque yo responderé de forma que les resultará poco grata.

LAS PRIORIDADES DE MOSCÚ

Mucho me temo, sin embargo, que la interpretación anterior, legítima, no es en modo alguno la única imaginable, tanto más cuanto que da por supuesto que al presidente ruso le preocupa sobremanera lo que pueda ocurrir en el futuro en Kósovo. No nos engañemos mucho al respecto: aunque la parafernalia paneslavista y la alianza con Serbia tienen un peso innegable en las opciones que el Kremlin abraza, no son tan importantes como puede parecer a la hora de determinar las líneas estratégicas de la política rusa.

Por ello se antoja razonable proponer una explicación de corte diferente del que acarrea la apuntada: en realidad Putin, al que Kósovo importa bien poco, lo que desea es, muy al contrario, que las potencias occidentales alienten un proceso de independencia de ese castigado país con la vista puesta en asumir pasos, mucho más interesantes para Moscú, en la periferia del territorio ruso. Esos pasos permitirían al Kremlin, en singular, mover pieza en una región tan sensible como el Cáucaso y poner en un brete a dos países –Ucrania y Georgia– que de un tiempo a esta parte mantienen tensas relaciones con Rusia.

MAQUINARIAS DE PODER

Si lo anterior es cierto nos hallaríamos ante la enésima demostración de cómo todos los agentes de relieve –las potencias occidentales y Rusia– mueven sus peones en estricta defensa de sus intereses más prosaicos. En semejante escenario parece que hay poco espacio para otras percepciones, y entre ellas para la que se atreve a sugerir que a la hora de dirimir la bondad o la inconveniencia de uno u otro proceso de secesión conviene calibrar cuál ha sido con anterioridad la conducta exhibida por los agentes locales.

Me acogeré a un ejemplo para clarificar lo que digo: si en Kósovo el reconocimiento de un horizonte de autodeterminación mucho le debería a la política represiva abrazada por la Serbia de Milosevic en la década de los noventa, el recelo a acatar un horizonte similar en la República Serbia de Bosnia se derivaría, en cambio, del hecho de que ésta última nació de la mano de una agresión militar que dio en violentar derechos básicos de muchos.

Mucho me temo que esta suerte de respetabilísimos criterios que vienen a ordenar nuestras asunciones en relación con cuestiones complejas suena a música celestial, claro, cuando formidables maquinarias de poder se hallan de por medio.