Carlos Taibo cree que en la trastienda de la disputa entre Estados Unidos y Rusia –por la instalación del escudo antimisiles norteamericano–, lo que despuntaría, del lado de la Casa Blanca, es el designio de aprovechar la momentánea debilidad de Moscú para mover pieza y hacer más difícil la reconstrucción de una potencia de relieve en Rusia.


LAS DISPUTAS que, ante todo en lo que se refiere al escudo antimisiles norteamericano, se han revelado con ocasión de la reunión alemana del grupo de los ocho (G-8) tienen un trasfondo fácil de identificar: Rusia se siente cada vez más molesta ante lo que, legítimamente, entiende que es una conducta desleal abrazada por los gobernantes estadounidenses.

Según la percepción de Moscú, éstos no habrían mostrado reconocimiento alguno ante la cooperación general –en su caso el silencio connivente– que el Kremlin habría dispensado a Estados Unidos a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Lejos de recibir alguna suerte de contraprestación, Rusia se habría topado con un puñado de gestos inamistosos de la Casa Blanca. Ahí estarían, para demostrarlo, una nueva ampliación de la OTAN –que en este caso ha beneficiado a tres repúblicas ex soviéticas: las tres del Báltico–, la preservación de bases estadounidenses en el Cáucaso y el Asia central, el apoyo de Washington a las llamadas revoluciones naranja, un trato comercial nada generoso y, en fin, el propio escudo antimisiles.

¿MESURA?

Debe subrayarse al respecto de estas cosas que en el mundo occidental se ha instalado con comodidad una percepción de los hechos que merece ser contestada: la que viene a afirmar que, como quiera que las políticas que el presidente Vladimir Putin abraza en el frente interno son francamente criticables, otro tanto corresponde hacer con sus movimientos en política exterior.

Semejante asunción conduce a menudo a la conclusión de que tanto Estados Unidos como la UE se comportan siempre, en cambio, con absoluta mesura.

Sobran los motivos, claro, para recelar de esta visión, y es fácil hacerlo, por cierto, al amparo de una somera consideración relativa al propio escudo antimisiles norteamericano: si por detrás del proyecto correspondiente es fácil apreciar, por un lado, el aliento de los intereses del complejo industrial-militar estadounidense, por el otro son muchos los expertos que consideran, con argumentos solventes, que el objetivo real del escudo en cuestión no es otro que reducir la capacidad disuasoria de los arsenales nucleares ruso y chino.

LAS INTENCIONES DE WASHINGTON

En la trastienda lo que despuntaría, del lado de la Casa Blanca, es el designio de aprovechar la momentánea debilidad de Moscú para mover pieza y hacer más difícil la reconstrucción de una potencia de relieve en Rusia. Pese a algunas declaraciones sonoras del presidente Putin, Moscú parece haber buscado un enfoque que atiende, al menos en apariencia, al propósito de rebajar las tensiones. En esta clave cabe interpretar la sugerencia de desplegar en Azerbaiyán las instalaciones que Washington desea emplazar en Polonia y en la República Checa.

La más que probable negativa norteamericana al respecto haría aún más difícil cualquier lectura encaminada a subrayar que el objetivo mayor, por no decir único, del escudo estadounidense es, sin más, hacer frente a la amenaza que supondrían los misiles balísticos norcoreanos e iraníes.

CAMBIO CLIMÁTICO

Que la mayoría de nuestros analistas no son muy ecuánimes a la hora de analizar estas disputas lo pone de manifiesto otro hecho: qué curioso es que algunos de los movimientos energéticos asumidos por Rusia susciten mucha preocupación en el seno de la UE mientras ésta, en cambio, a duras penas acierta a preguntarse por las secuelas del designio de Estados Unidos en el sentido de reservar para sí el grueso de la riqueza energética presente en el Oriente Próximo, como si esto último en nada afectase al futuro estratégico de la Unión.

Aunque, puestos a resituar los debates, lo suyo es que convengamos que los desencuentros entre Washington y Moscú tienen un peso reducido en comparación con el que corresponde a la liviandad de las medidas que los grandes del planeta, con Estados Unidos en cabeza, se disponen a aprestar para poner freno al cambio climático.