En el escenario público latinoamericano han surgido nuevos actores en los últimos años que, en realidad, siempre existieron, pero sin voz y en bambalinas: los indígenas. Hoy, gracias a ciertos líderes regionales, saben que son ciudadanos de sus países.

EN LOS ÚLTIMOS AÑOS SE HA PRODUCIDO UNA NOVEDAD en América Latina: han aparecido nuevos actores en el espacio público, con actitudes y lenguaje diferenciado, que nunca antes habían protagonizado la actividad política.Esos actores nos entregan el otro rostro de América Latina, un rostro oculto durante muchos años –demasiados–, que plantea sus demandas, y lo hace en un lenguaje diverso del que acostumbran las elites criollas, descendientes de europeos.

Pensamos en los indígenas chiapanecas (México) y en Hugo Chávez (Venezuela). Pensamos en Evo Morales (Bolivia) y en Rafael Correa (Ecuador). Pensamos en el líder etnocacerista Ollanta Humala (Perú), que tuvo un apoyo electoral relevante.

Estos actores emergen como un nuevo capítulo de la larga convivencia entre conquistadores y conquistados: es la crónica del triunfo de unos y del acomodo en la derrota de los otros, que es una narración de poder y de sumisión que empezó en 1492.

LA HISTORIA, EL TRIBUNAL DEL MUNDO
Esos rostros forman parte de lo que se ha dado en llamar la psicología de los encuentros que se producen en la historia universal: cuando dos culturas se enfrentan, la historia siempre da la razón al más fuerte. Oswald Spengler escribía que la historia es el tribunal del mundo, y que ha dado siempre la razón a la vida más fuerte, más plena, más segura de sí misma, sin importarle que eso fuera justo para la conciencia, acaso porque ni la justicia ni la conciencia son asuntos que preocupen a la historia.

La historia de aquel encuentro de hace más de quinientos años dio la razón a los que llegaban blandiendo la cruz y la espada. Spengler escribe que el ideal de raza de un régimen indio puro está quizá muy próximo a su realización (Spengler, 1962: 1965), y aunque no sabemos si la cultura que está emergiendo reivindicará la raza o tenderá a la integración.

El alemán redactaba estas líneas en los años veinte, y tiempo después, Arnold Toynbee escribía que la experiencia de haber sido asaltados por Occidente, emocionalmente perturbadora, pero intelectualmente estimulante, nos ha hecho ver que la historia de Occidente no nos incumbe sólo a los occidentales: los pueblos golpeados por Occidente se sorprenden aceptando que también es historia suya.

Y se da una paradoja: mientras Occidente todavía contempla la historia desde el viejo punto de vista eurocéntrico, provinciano, las otras sociedades asaltadas por él han trascendido esa limitación: son más universales. Y el viejo Occidente está en estado de sitio, como en estado de sitio están Lima y La Paz, Caracas y Quito, México y Guatemala.

Toynbee interpretaba lo que ocurría en México en 1910 como un primer movimiento para sacudir los avíos de civilización occidental que le impusimos en el siglo XVI, y no descartaba que ese impulso se difundiera en Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia.

MEJOR ANÁLISIS QUE RESENTIMIENTO
A la psicología de aquel encuentro de hace quinientos años pertenece la sumisión a un poder extraño –la imposición de un dios no menos extraño–, y también estos rostros cobrizos, que deberán enfrentar su circunstancia con rigor, asumiendo ese pasado como la única circunstancia posible. Más que enfrentar a unos y otros –¡la tentación existe!–, les será útil analizar por qué ciento ochenta aventureros, a miles de kilómetros de su reino, derrotaron a un imperio de millones de kilómetros cuadrados, y permanecieron en el poder durante 300 años. También deberían preguntarse por qué –caído el Imperio– sus herederos blancos permanecieron en el poder –y acaso permanecen– durante doscientos años más, totalizando una cifra impresionante de medio milenio de años.

Los indigenistas que buscan algo tan incierto como su identidad –o algo tan razonable como la justicia social–, harían bien en tener en cuenta que es mejor la actitud vigilante que la queja, mejor el análisis que el resentimiento, para que –quinientos años después–, puedan tener un lugar menos oprobioso que el que la historia les ha deparado hasta ahora.

Morales dijo que en los mandos del ejército de su país no había un solo apellido indígena. El presidente Lagos dijo: Bolivia no es Sudáfrica. A veces los políticos dicen una cosa, y hay que leer su contraria: ¿acaso quiso decir, Bolivia es Sudáfrica? Bueno será tenerlo en cuenta, porque la exigua minoría blanca ha gobernado Bolivia como si fuera su finca, y los indígenas parecían tener un estatuto ontológico más próximo a la naturaleza que a la cultura: estaban en el territorio, pero no formaban parte de las preocupaciones del Estado, y muy dudosamente pertenecían a la nación.

Y gracias a Morales, hoy saben que son ciudadanos de su país.