moratinos.jpgSi España desea ser de verdad una potencia media dentro de la Unión Europea, tendrá que definir sus expectativas e intereses en las regiones del Cáucaso y de los Balcanes, además de adoptar una diplomacia más activa, menos sometida a la influencia francesa y capaz de generar alternativas razonables dentro del marco europeo ante las imprevisibles coyunturas críticas, como ha sido la de Georgia, sostiene el autor.

(Desde Bolivia) LAS REACCIONES PROVOCADAS por la reciente crisis entre Georgia y Rusia, por decirlo de una forma eufemística, han revelado las profundas diferencias de percepción que existen todavía en el análisis geoestratégico que se realiza desde Moscú y Occidente acerca de los acontecimientos que se han producido en el Cáucaso desde el final de la Guerra Fría.

Además, se ha hecho evidente el profundo déficit de política exterior que padece la Unión Europea (UE) para esta parte del mundo, junto con una incapacidad estratégica más allá de la improvisación que tan pobres resultados ha dado en esta corta guerra de verano de consecuencias todavía desconocidas, aunque ya se atisban las primeras señales de un claro distanciamiento entre Rusia y la OTAN.

En España, como suele suceder, nuestra política exterior ha ido a remolque de las posiciones occidentales y, más concretamente, de las francesas. El acuerdo logrado por Francia, que ejercía la presidencia de la UE, con Rusia quedó en papel mojado tras su firma, al no ser respetado por Moscú íntegramente después, aparte de que tampoco garantizaba la integridad territorial de Georgia y abría el camino para las posteriores independencias de Osetia del Sur y Abjasia.

UN GUIÓN A LA MEDIDA

Rusia, al comprobar la debilidad de la UE, la falta de capacidad de respuesta de unos Estados Unidos enfrascados en sus complejos desafíos internos y externos «Rusia ha escrito un guión a la medida del espacio que le ha ido dejando nuestra pusilanimidad manifiesta» y la nula resistencia georgiana ante la desproporcionada respuesta rusa ante sus primeros ataques, fue más allá en sus objetivos originales y decidió cruzar el Rubicón: reconocer la independencia de las dos repúblicas separatistas de Georgia.

Si bien es cierto que los argumentos esgrimidos por Moscú poseen cierta legitimidad, en el sentido de que tras Kosovo todo vale –pues se vulneró una resolución de las Naciones Unidas que reconocía la soberanía e integridad de Serbia sobre esta región y que el reconocimiento unilateral de la independencia de este territorio por parte de Occidente caminaba en la dirección contraria del Derecho Internacional– no es menos cierto que la ocupación de zonas aledañas a Osetia y Abjasia, la destrucción de instalaciones civiles y militares de Georgia y la expulsión de miles de georgianos en las zonas ocupadas por las fuerzas rusas, –por no hablar de otros desmanes rayanos en las prácticas conocidas como limpieza étnica–, hubieran merecido una respuesta más rotunda y contundente por parte de la UE y Estados Unidos. «La corta crisis de verano georgiana ha revelado la escasa capacidad de previsión y análisis de la política exterior española» Rusia ha escrito un guión a la medida del espacio que le ha ido dejando nuestra pusilanimidad manifiesta, en una táctica muy parecida a la empleada por los radicales croatas y serbios en las guerras de los Balcanes y, más recientemente, a la política de tierra arrasada empleada por las fuerzas rusas en Chechenia.

En este contexto, y ya situándonos en el caso concreto de España, la corta crisis de verano georgiana, con sus secuelas de víctimas civiles, destrucción material y costes políticos y diplomáticos indudables al minar la confianza entre Rusia y Occidente, ha revelado la escasa capacidad de previsión y análisis de la política exterior española, que tiene nulas respuestas y pocos argumentos a la hora de afrontar una coyuntura tan especial y adversa como la pasada y que tendrá consecuencias futuras.

MADRID Y EL PAPEL MEDIADOR QUE NO HA JUGADO

«Quizá una respuesta más dura frente a Rusia, tal como pedían los países bálticos, Polonia y Ucrania, hubiera dado otros resultados, ¿quién sabe?» Cuando era el momento de haber tenido un cierto liderazgo, en la UE, en tanto y cuanto habíamos sido los abanderados en defender la integridad territorial de todos los Estados y en contra de peligrosas secesiones, lo que ahora nos daría cierta legitimidad, la diplomacia española ha permanecido silenciosa, poco activa –quizá por el verano, que siempre trae inesperadas crisis– y haciendo gala de un seguidismo cercano a lo servil de las posiciones francesas, que se mostraban tan fracasadas como inútiles apenas dos días después de rubricado el acuerdo entre la UE y Moscú. Rusia aprovechó la pusilanimidad europea y norteamericana para seguir con su respuesta militar contra Georgia, apuntalar la desintegración de este pequeño país y reconocer, días después, a las nuevas realidades independentistas sobre el terreno.

Quizá una respuesta más dura frente a Rusia, tal como pedían los países bálticos, Polonia y Ucrania, hubiera dado otros resultados, ¿quién sabe? En cualquier caso, el apaciguamiento, tal como demuestran estos pobres resultados y situaciones históricas parecidas de tan triste memoria, como el caso de los Sudetes cuando fue entregado por Francia y el Reino Unido a la Alemania de Hitler, vuelve a mostrar a las claras que dicha política lejos de terminar con las crisis abiertas e inconclusas constituye el punto de partida para conflictos de mayor calado y complejidad, cuando no abiertamente el prólogo para futuras guerras. «Se ha perdido una ocasión de oro, y tras el fracaso francés tan sólo quedaba el camino de la rudeza y la desconfianza entre las partes» España podría haber abanderado una posición más crítica con respecto al fallido acuerdo con Moscú, que fue presentado como un éxito, y haber contribuido a un cierto rearme político por parte de la UE, toda vez que el alto representante de la política exterior europea, Javier Solana, fue marginado de la escena desde los primeros momentos y aislado por París en un proceso que inicialmente se vio como exitoso y finalmente derivó en una rotundo fiasco.

España, dadas sus posiciones convergentes con Moscú en el sentido de no reconocer la errática declaración unilateral de la independencia de Kosovo (pues iba en contra de las resoluciones de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional), podía haber jugado un papel mediador entre la UE y Rusia e impulsar un diálogo crítico con la diplomacia rusa. Se ha perdido una ocasión de oro, que también ha perdido Europa, y tras el fracaso francés tan sólo quedaba el camino de la rudeza y la desconfianza entre las partes. Hemos entrado en una nueva era en las relaciones con Rusia, donde lo que suceda en su periferia geográfica, como lo es el Cáucaso, considerado el patio trasero de la gran potencia del Este, será determinante en el curso que tomen las mismas y nos afectarán a todos, incluyendo a España.

NUEVAS RESPUESTAS

Aparte de estas consideraciones, que muestran a las claras la necesidad de una revisión en la política exterior de la UE y también de Estados Unidos en sus relaciones con Moscú, también está en juego la futura ampliación de la OTAN, toda vez que cada vez con más insistencia se reclama por parte de Ucrania y Georgia y que dicha eventualidad irrita especialmente a Rusia. Estos desafíos, junto con la dependencia energética que padece Europa respecto a Rusia, implicarán nuevas respuestas y mayor concreción en la política exterior europea con respecto al Cáucaso y los Balcanes.

España, si de veras quiere ser una potencia de tipo medio dentro de la UE, tendrá que definir sus expectativas e intereses en estas regiones y hacer valer sus posiciones en el seno de una Europa política que avanza tímidamente, cuando no torpemente, en estas zonas del mundo. También deberá tener una diplomacia más activa, con ideas propias, menos sometida a la influencia francesa y capaz de generar alternativas razonables autónomas dentro del marco europeo ante las imprevisibles coyunturas críticas, como ha sido la de Georgia.

En definitiva, la defensa de los intereses propios pero siempre dentro del respeto y fidelidad a las decisiones que emanan de las instituciones internacionales y europeas, algo que, todo hay que decirlo, no hicieron las grandes potencias que ahora demandan a Rusia un estricto cumplimiento de la integridad territorial de Georgia que ellos mismos vulneraron en Kosovo. Pero esa es otra historia.