bussimenendez.jpgCada país encuentra las formas de elaborar su pasado traumático; de superar –o no– los enfrentamientos históricos; de asumir –o no– las culpas personales y responsabilidades colectivas. Más allá de los debates, con decisiones judiciales como las ejecutadas en Argentina en materia de derechos humanos, se delimita la línea entre justicia e impunidad, asentando cimientos éticos más sólidos para construir el presente y enfrentar los desafíos futuros, afirma el autor.

(Desde Buenos Aires) PERMÍTANME RECORDAR UNA HISTORIA en medio de este convulsionado presente sudamericano. La pequeña provincia de Tucumán, en el noroeste argentino, en cuya capital se firmó la Declaración de la Independencia el 9 de julio de 1816, fue un epicentro de la violencia política de los años 70; único lugar donde existió una real insurgencia armada de las organización guerrilleras en los montes, y donde el Ejército libró una verdadera guerra contrarrevolucionaria, torturas y asesinatos incluidos, según lo que dictaba la Doctrina de la Seguridad Nacional imperante entonces y promovida desde Washington y West Point, en aquellos años de la Guerra Fría. «32 años después, se ha celebrado el primer juicio de las más de 500 denuncias que hay en Tucumán por crímenes durante la dictadura militar»

Allí tuvieron las Fuerzas Armadas su campo experimental para la extendida matanza que se desató luego en todo el país a partir de 1976, instalada la dictadura del llamado Proceso de Reorganización Nacional. Y allí, el entonces gobernador militar de ese régimen rebautizó a la provincia conocida como el jardín de la República con la siguiente leyenda mortuoria: cuna de la Independencia, sepulcro de la subversión.

Pues bien, treinta y dos años después, se ha llevado a cabo el primer juicio de las más de 500 denuncias que hay en Tucumán por crímenes cometidos durante la última dictadura militar. Ese mismo gobernador, el general Antonio Domingo Bussi, hoy con 82 años, acaba de ser juzgado y condenado a cadena perpetua por uno de esos casos, el secuestro y desaparición del senador provincial peronista Guillermo Vargas Aignasse en marzo de 1976. Junto a él, recibió la misma condena el entonces comandante del Tercer Cuerpo del Ejército, general Luciano Benjamín Menéndez, de 81 años, que ya había recibido otra sentencia similar en la provincia de Córdoba, por crímenes cometidos en el campo de concentración La Perla.

BUSSI, UN CASO ALECCIONADOR

La sentencia, dictada en forma conjunta por el tribunal que integraron los jueces Gabriel Casas, Josefina Curi y Carlos Jiménez Montilla, condenó a Bussi y a Menéndez a prisión e inhabilitación absoluta perpetuas, como coautores mediatos de los delitos de asociación ilícita, violación de domicilio, privación ilegítima de la libertad agravada, imposición de tormentos agravada y homicidio agravado por alevosía, todos ellos calificados como delitos de lesa humanidad. «Con más de ochocientas causas por privación ilegítima de la libertad, tormento, homicidio y falsificación de documentos, Bussi inició su carrera política y fue elegido gobernador por voto popular en 1995»

Estos Juicios orales y públicos, abiertos tras la derogación de las leyes del Perdón en 2003, permiten que la sociedad pueda ver, reconocer, evocar y saldar cuentas con un pedazo de aquel trágico pasado. Justicia que hace su tarea, abriéndose paso entre las interpretaciones y debates sobre ese pasado. Entre ellas, por cierto, la de las propias responsabilidades del conjunto de la sociedad tanto en aquella etapa como particularmente tras la recuperación democrática, con sus luces y sus sombras.

El de Bussi es, en tal sentido, un caso aleccionador. Con la restauración de la democracia, fue acusado junto a decenas de miembros de las Fuerzas Armadas de diversas violaciones a los derechos humanos, pero se vio beneficiado por la ley de Punto Final promulgada por el Congreso en 1987, durante el gobierno de Raúl Alfonsín que había impulsado hasta entonces las investigaciones y juicios y la trascendental condena a los ex comandantes de las tres juntas militares que gobernaron este país entre 1976 y 1983.

Se habían labrado en contra de Bussi más de ochocientas causas por privación ilegítima de la libertad, tormento, homicidio y falsificación de documentos. Con esos antecedentes, el general Bussi inició su carrera política y fue elegido gobernador por el voto popular en 1995, diputado nacional en 1999 e intendente de San Miguel de Tucumán, en 2003. Tiene además 600 casos más a enfrentar en la justicia, incluido uno relacionado con la gestión de cinco millones de dólares durante su gestión como gobernador.

LA SOCIEDAD FRENTE AL ESPEJO

De manera que la conclusión de este juicio y la condena contra Bussi coloca además a la sociedad frente «Bussi: Argentina es el único caso de un país que juzga a militares que ganaron una guerra» al espejo de sus propias decisiones, omisiones y elecciones en el pasado: ¿qué es lo que lleva a la mayoría de una sociedad a votar y elegir a personajes con semejante trayectoria?

Las respuestas no son inequívocas pero permitámonos ensayar dos: una dirá que hay momentos en los que la gente privilegia la capacidad para imponer el orden por sobre cualquier otro valor. Y Bussi mostró, por cierto, esa capacidad durante sus años de regidor provincial absoluto. La otra dirá que cuando no actúa la Justicia y no existen condiciones de libertades y derechos civiles garantizados, a una sociedad se la hace muy difícil discernir colectivamente escalas de valores, lo admisible de lo inadmisible; más aún en provincias con larga tradición caudillista, autoritaria y patrimonialista.

«Las batallas culturales siguen tensando la cuerda de antagonismos y visiones encontradas» Porque es cierto, también, aún en el contexto de consideraciones teñidas de anacronismo, rasgos patológicos e inconmovibles fijaciones ideológicas, lo que señalaron Bussi y Menéndez en sus alegatos finales: Argentina es el único caso de un país que juzga a militares que ganaron una guerra; una guerra, les faltó decir, librada contra una parte de su propia comunidad.

Nadie le puede negar a este anciano quebrantado y vacilante, un pálido remedo del feroz jerarca que se ufanaba pistola en mano y uniforme de fajina, de fusilar prisioneros y limpiar la provincia de subversivos e indigentes, la tremenda verdad de haber sido luego elegido por el voto popular y gobernado durante otros cuatro años esa misma provincia contando con mayoría electoral.

CIMIENTOS PARA EL PRESENTE, CIMIENTOS PARA EL FUTURO

Cada país encuentra las formas de elaborar su pasado traumático; de cerrar –o no– las heridas; de superar –o no– los enfrentamientos y divisiones históricas; de asumir –o no– las culpas personales y responsabilidades colectivas. Estas batallas culturales siguen tensando la cuerda de antagonismos y visiones encontradas (excelente, al respecto, el último análisis de Javier del Rey Morato en estas páginas y me permito recomendar también el artículo de Rafael del Aguila, Memoria histórica y Ley en la Revista Claves, abril 2008, Madrid, referido en este caso a España y la llamada Ley de Memoria Histórica).

Más allá de tales debates e interpretaciones, con estas decisiones judiciales quedan esclarecidos delitos atroces y aberrantes, y establecidas las responsabilidades y condenas por esos delitos, lo que permite distinguir mejor el límite entre lo lícito y lo ilícito, la verdad de la mentira, la justicia de la impunidad, la ley de la selva y el Estado de Derecho.

Lo que permite, en fin, asentar cimientos éticos más sólidos para construir el presente y enfrentar los desafíos del futuro. Cimientos sin los cuales resulta también una abstracción invocar y perseguir otros objetivos tan necesarios y reclamados como la seguridad jurídica, la fortaleza institucional y la calidad democrática.