obamacalderonLas palabras de Obama son prometedoras, pero América Latina ya no está para promesas. Sin embargo, Obama propone pragmatismo frente a ideología, y merece ser escuchado.

(Desde Madrid) EN LA V CUMBRE DE LAS AMERICAS, que acaba de terminar en Trinidad y Tobago, Barak Obama afrontó uno de los desafíos de su presidencia: América Latina. Para los norteamericanos, América Latina es un conjunto de gente rara, y recurre al estereotipo para referirse a ella: gente imprevisible, políticos demagogos y corruptos, democracias de pacotilla, dictadores, militares levantiscos, miseria generalizada y opulencia de las elites, nacionalismos de campanario. Y todo eso cabe en una palabra: subdesarrollo.

«Estados Unidos es el interlocutor inevitable de una América Latina que llega a su segundo centenario con una inocultable sensación de fracaso histórico»

Para los latinoamericanos, Estados Unidos de América no sólo ha usurpado la palabra que pertenece a todos –América–, sino que ha conquistado el futuro, haciendo más patente el solemne fracaso de los latinoamericanos. En efecto, la impresión de que no terminan de superar los problemas surgidos en la primera hora es inocultable, lo cual es tanto como decir que siguen viviendo en un interminable y nunca terminado siglo XIX.

Los dos mundos, el anglosajón y el de habla española, pueden pasar del conflicto a la cooperación.

ENTRE EL PROBLEMA Y SU SOLUCIÓN

Además, los latinoamericanos entienden que Estados Unidos ejerce su imperialismo de manera inmisericorde, con invasiones, bloqueos, ingerencias en la vida política de los Estados latinoamericanos, apoyo a las dictaduras y proteccionismo económico, al tiempo que predica su evangelio de la democracia, que su política internacional se encarga de traicionar, y su buena nueva del libre comercio, siempre y cuando no se toque su política proteccionista ante el acero norteamericano, política que afecta sobre todo a Brasil.

Para algunos latinoamericanos del siglo XIX, del siglo XX, de la hora actual, Estados Unidos representa el ejemplo que hay que seguir. Sarmiento regresó deslumbrado de Washington, no menos que muchos latinoamericanos de nuestros días. Para otros, Estados Unidos representa el mal absoluto, el enemigo al que hay que batir, o –al menos–, al que hay que denunciar y del que hay que tomar distancias.

Rubén Darío o Rodó nos recuerdan aquella hora en que el peligro norteamericano comenzaba a inquietar a los latinoamericanos. Fidel Castro o Allende –desde otra ideología– son vástagos de aquella estirpe, y también las distintas guerrillas que hubo en los países de la región, siendo aquellos y estas parte del problema, y no de su solución.

UNA AMÉRICA LATINA QUE HA FRACASADO

Izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, responden a esos tópicos acuñados en América Latina sobre los Estados Unidos de América. Unos y otros se equivocan. Pero unos se equivocan más que otros.

Discusiones ideológicas aparte, es lo cierto que los latinoamericanos llegan al segundo centenario de la emancipación política con una indiscutible sensación de fracaso. Y los norteamericanos se aprestan a festejar el próximo 4 de julio un aniversario más de su independencia: es el 233 aniversario, al que llegan con un palmarés que hace la envidia de cualquier nación.

Con una crisis económica importante, que ellos han provocado, con comportamientos de una irresponsabilidad inconcebible, pero seguramente con los recursos para hacerle frente, y para derrotarla, generando antídotos institucionales para desalentar futuros comportamientos de ese estilo, Estados Unidos es el interlocutor inevitable de una América Latina que llega a su segundo centenario con una inocultable sensación de fracaso histórico.

ESTADOS UNIDOS, DE 1776 A 2009

El 4 de julio de 1776, los norteamericanos, en la Declaración de la Independencia, escribieron:
Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres, los gobiernos derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla, o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, evidencia el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y proveer de nuevas salvaguardas para su futura seguridad y su felicidad.

No teniendo experiencia de abusos y usurpaciones, ni de sometimiento al pueblo a un despotismo absoluto, tampoco hubo necesidad de derrocar gobiernos, aunque la sombra de algún presidente asesinado debe inquietar al primer presidente negro de la historia de Estados Unidos.

AMÉRICA LATINA, EXPECTANTE

Once años después, el 17 de septiembre de 1787, los norteamericanos de la primera hora redactaron una constitución, aprobada por la Convención Constitucional de Filadelfia, Pensilvania. Y ya no necesitaron redactar ninguna otra.

Al Sur de Río Grande, el espectacular fracaso de los latinoamericanos se puede en cierto sentido medir por el número de constituciones que redactaron, por su falta de realidad –el caso de la Constitución mexicana de 1857 es un claro ejemplo que ilustra lo que decimos–, por su inaplicabilidad, por su violación y por su derogación.

Sirva ese largo preámbulo para describir la situación actual.

La América Latina a la que llega Barak Obama, el presidente que ha hecho historia aun antes de iniciar su mandato, por ser el primer ciudadano negro que ocupa la Casa Blanca.

«Hay palabras de Obama que tal vez merezcan tomarse en serio»

Las palabras de Obama son prometedoras, pero América Latina ya no está para promesas. Ya no acepta que nadie la venda una nueva Alianza para el Progreso, ni que desembarque pregonando una nueva frontera ni un discurso atractivo, tras el cual se oculta lo de siempre: una relación asimétrica, profundamente desequilibrada, que recuerda a un Imperio tratando con sus díscolas, incompetentes o desilusionadas colonias.

LAS PALABRAS DEL PRESIDENTE OBAMA

Pero hay palabras de Obama que tal vez merezcan tomarse en serio. Son éstas: «Nos hemos dejado distraer por otras prioridades, sin darnos cuenta de que nuestro progreso está directamente vinculado al progreso en todo el continente americano».

«Obama no recuerda para nada a su antecesor en la Casa Blanca –de triste memoria–, y merece ser escuchado»

Y en esto Obama no engaña: lo hace por los intereses nacionales de los Estados Unidos: «Renovaremos y mantendremos relaciones más extensas entre Estados Unidos y el hemisferio, por el bien de nuestra prosperidad común y nuestra seguridad común.»

PRAGMATISMO FRENTE A IDEOLOGÍA

El Presidente Obama está modificando la relación de Estados Unidos con Cuba, apuesta por Chile, por Brasil y por México, y propone algo nada banal: «la promoción de la prosperidad, seguridad y libertad a favor de los pueblos americanos depende de actualizar las sociedades del siglo XXI, sin adoptar las poses inflexibles del pasado».

Barak Obama propone pragmatismo frente a ideología, y las elites latinoamericanas no pueden no atender su propuesta, por dos razones: el que la propone no es el presidente de Panamá o de Uruguay, y los receptores de la misma tampoco parece que tengan mejores ideas ni alternativa creíble. En definitiva, Obama no recuerda para nada a su antecesor en la Casa Blanca –de triste memoria–, y merece ser escuchado.