Es curioso que en un país de gramáticos, que se precia de hablar el mejor español del mundo, no haya en verdad un lenguaje inspirador, consensual, diverso. Aunque muy apegado a la norma, trasgrede con pasmosa facilidad su uso normal y puede pasar del más fecundo y florido léxico a los más fieros y abominables términos que se conozcan. Lo hemos visto con cierto desagrado en declaraciones de encumbrado linaje, en conversaciones telefónicas interceptadas ilegalmente, en las que hablan personajes de destacada posición social y delincuentes de la más vergonzosa ralea. Lenguaje y léxico que luego se traslada a programas de televisión y radio, y aparece en periódicos que con desparpajo lo publican como un homenaje -¿homenaje?- a la libertad de prensa, a la sana expresión de las ideas -¿ideas?-.

A pesar de ello, esos encumbrados dirigentes, cuando les conviene, utilizan a su acomodo, y con vergüenza que crispa, los más detestables eufemismos, las más cínicas mentiras y las más audaces trapacerías, con las cuales intentan ocultar su venal conducta en un círculo vicioso de significados y significantes, de referentes y de símbolos. Y con las excusas, con las falsas interpretaciones, con los equívocos, con descaro cierran el círculo de la permanente contumelia. “Me voy para la Picota de vacaciones. Estoy feliz”, dijo el día que lo capturaron uno de los 30 congresistas que en ese momento, hace poco más de un año, estaban en la cárcel “por haber trabado alianzas con los paramilitares para consolidar su proyecto político” (Semana, 14-04-2008, 30-31) -refundar el país, dijeron-. Da risa, para citar un ejemplo, todo el escándalo que se ha tejido alrededor de las famosas “chuzadas”, y no intromisiones, que realizó y realiza el DAS.

Éstos, que son simples ejemplos, sirven para preguntarnos cómo los medios y numerosos dirigentes abordan los más enmarañados temas de la política nacional o internacional. De la misma forma, conspicuos observadores y analistas tratan temas muy punzantes, como este de las relaciones con los vecinos y con el mundo, con una irresponsabilidad que, ante la incertidumbre, vale la pena considerar. Es un juego entre la verdad y la falacia, entre la media verdad y la verdad completa, entre los llamados falsos positivos, el terrorismo y la defensa de la soberanía.

Los incómodos sucesos que otra vez nos tienen en boca del mundo, además de ser examinados por los estudiosos de la política internacional, de la diplomacia, merecen un simple análisis lingüístico, con el cual podamos, en virtud de una mediana claridad conceptual, avanzar sobre la misma complejidad de los discursos que tanto los funcionarios como los medios de información transmiten todos los días, a veces sin una revisión crítica, que no comprometa la tan mentada dignidad nacional y la soberanía que tanto juega en estos casos. Quisiera partir simplemente del concepto soberanía, no mirada desde la ciencia política o desde las relaciones internacionales, sino desde el significado que trae, para no ir muy lejos, el Diccionario de la lengua española: “1. Cualidad de soberano. 2. Autoridad suprema del poder público. 3. Alteza o excelencia no superada en cualquier orden inmaterial”. Y por pura curiosidad agrego una acepción considerada hoy en desuso: “Orgullo, soberbia y altivez”. En esta misma entrada del Diccionario aparece soberanía nacional, que es “la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales representativos”.

Entonces ¿qué es realmente la soberanía nacional? Una pregunta para responder en momentos en que el problema que la suscita son las bases militares norteamericanas en territorio colombiano. ¿Le importa a usted, querido lector, que su vecino tenga en la casa un arsenal de dinamita y de peligrosas bombas manipuladas por personas que no conozco, pero que la tradición me dice que son consumidores de drogas, perversos y maliciosos en sus relaciones?, ¿cuál soberanía está en juego: la suya o la de su vecino?, ¿cuál de las mencionadas acepciones del Diccionario, puedo aplicar?, ¿será acaso esa de “Alteza o excelencia no superada en cualquier orden inmaterial”?, ¿qué es eso de alteza o excelencia no superada?, ¿cómo trasmitimos ese significado a las relaciones internacionales?

Este sonoro ejemplo puede ayudar a entender el galimatías: piense en el sentido que tiene la palabra soberano en la segunda estrofa del himno nacional de Colombia: “’Independencia’ grita/ el mundo americano;/ se baña en sangre de héroes/ la tierra de Colón./ Pero este gran principio:/ ‘el rey no es soberano’,/ resuena, y los que sufren/ bendicen su pasión”.

Y luego qué es eso de la dignidad nacional, cuando la dignidad es, además de la cualidad de digno, la “excelencia, el realce”. Y también “la gravedad y el decoro de las personas en la manera de comportarse”. Volvamos, entonces, al caso del vecino -el digno vecino-, que se presta para que su convidado, dueño de las bombas y las armas, injiera en todo desde esa (su) casa, pues sabemos que por tradición el oficio tradicional de este chocante inquilino ha sido intervenir en todas las cuadras, y lo hace por ser rico, poderoso, por creer que tiene la autoridad moral y política. Si ese lindante amigo, defensor a ultranza de la dignidad, se presta para que el dueño del arsenal injiera en las casas próximas ¿cómo se podría convocar el principio de la no injerencia en los asuntos internos?, ¿quién está violando la norma de convivencia?

Y si repaso el significado de la palabra dignidad, ¿cuál es ese significado si el inquilino de que he hablado tiene todas las prebendas para andar en esa propiedad como Pedro por su casa, pero exige, para entrar a su hermosa y segura propiedad, miles de condiciones, visas, permisos, cartas, documentos, dinero, capacidad crediticia y, encima de todo, nos considera peligrosos visitantes, narcoterroristas y se cree en el derecho de requisarnos, desnudarnos y tratarnos como delincuentes?

El lenguaje, pues, tiene precisiones y sutilezas que la realidad desconoce. Sobre todo sutilezas que se traducen en falacias, y más cuando ellas son ese “hábito de emplear falsedades en daño ajeno”. Y es que ese inquilino poderoso y peligroso de que hemos hablado, además de las armas letales que ha logrado crear, también ha apuntalado en el mundo un lenguaje mendaz y artero, con el cual justifica sus arbitrariedades y sus abusos. Muchas guerras las ha iniciado en nombre de Dios, otras en nombre de la libertad o de la democracia, y lo ha hecho con pasión, que es la “acción de padecer”. Y tiene los ‘medios’ para divulgar sus ladinas convicciones y en el mundo algunos temerosos vasallos sujetos a sus designios, a sus disimuladas reservas, a sus canallas estrategias.

Ahora bien, para concluir esta columna, sería interesante propender por una nueva relación del lenguaje con las relaciones internacionales, con el mal llamado lenguaje diplomático, con el rigor de los conceptos y la fina perspicacia de los significados, de los principios que rigen la convivencia y la dignidad de los pueblos, de todos los pueblos y de todos los seres humanos, sin dobleces ni estratagemas ocultas para unos y otros. Incluso para no traicionar a cada instante la lealtad a nuestros más caros amigos.